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septiembre 20, 2013

  Fetiche de clavos  

Por Rafael Juárez Sarasqueta *

I.

El perro de las dos cabezas reflexiona sobre eventos que ni siquiera ha presenciado. Esta actividad le inquieta, le llena de preguntas sin respuesta.

La sucesión vertiginosa de hechos que se acumulan en cuanto se distrae, y la intuición de un vínculo invisible que los relaciona, le producen una ambigua sensación que mezcla, en partes iguales, la náusea con el alivio.

II.

Un perro de dos cabezas es entrenado para mensajero poco tiempo después del nacimiento. La madre suele rechazarlo, percibe en él una señal que lo separa del resto de la camada. Justo antes de morir de inanición es retirado y criado aparte.

Los de su estirpe no pertenecen a ninguna raza en particular, aunque se afirma que los animales de tamaño pequeño son inadecuados para la tarea, por su carácter irascible y caprichoso.

Un perro de dos cabezas bien adiestrado puede ser considerado una antena, una eficiente herramienta multipropósito o un instrumento musical en perfecta afinación.

III.

Los perros de dos cabezas habitan ambos mundos en forma alternada. Saben que comienzan la vida en uno, y terminarán de existir en el otro. Saben que en cierto momento no podrán arrastrar más su panza por la frontera. Sentirán un peso abrumador en las tripas. Una indigestión de piedras redondeadas, cada una del tamaño del puño de un hombre, o del de un corazón entumecido.

IV.

Al perro de las dos cabezas, cada experiencia como puente entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos lo deja extenuado. Una de las cabezas siente que el cuerpo se vuelve madera y sangre reseca, como las figuras antiguas que representan a los de su linaje. La otra, en cambio, se entrega al éxtasis. Los clavos incrustados en su carne lucen como joyas de un metal precioso.

V.

Un perro de dos cabezas se encarga de la dura tarea de atravesar la frontera. Su cuerpo se preguntaría por qué se ha convertido en un simple vehículo abusado.

Las cabezas consideran este evento de cruzar de un mundo al otro un acto simbólico, y por tanto, que no reviste mayor esfuerzo por parte del cuerpo.

Es un hecho comprobable que el perro de dos cabezas duerme la mayor parte del tiempo.

VI.

Sin la recuperación adecuada entre una experiencia y la siguiente, el perro de las dos cabezas sufre la fiebre y el descontrol de los esfínteres. Durante ese trance no sabe con seguridad si, como dicen, camina por la calle en el pueblo de los hombres, o por el sendero en el monte de los muertos. Se pregunta si de tanto transitar por la misma ruta de ida y de vuelta, no habrá llegado, en realidad, demasiado lejos.

VII.

El perro de las dos cabezas está viejo. Sabe que el tiempo que le resta no está vacío de dolor, porque recordar le arde.

Las dos cabezas recuerdan con tal intensidad, que a menudo hacen que el cuerpo tiemble. Lo trasladan a otro lugar. El cuerpo tarda cada vez más en regresar por completo.

VIII.

Cada una de las cabezas del perro está orientada en sentido opuesto, lo que haría posible una visión circular completa. Ese factor mantiene al perro en aparente estado de alerta, y evita los sinsabores de ser habitado por sombras y otros parásitos externos.

Con la adquisición de la segunda cabeza, el perro abandona para siempre el hábito tan extendido de jugar a morderse la cola.

IX.

El perro de las dos cabezas no puede pensar con ambas al mismo tiempo.

Es posible que durante algunos segundos las percepciones de las cabezas se superpongan, pero el resultado es confuso. Cuando esto pasa, el perro de las dos cabezas está seguro, de pronto, de haber conseguido una especie de iluminación súbita, la conciencia de un completo entendimiento y la ausencia de deseos insatisfechos.

Pero se trata, por supuesto, de una sensación por completo inasible.

X.

Por momentos una de las cabezas del perro piensa que su interior se ha convertido en un lago sereno. En un lugar de aguas apacibles, imperturbables.

Cuando esto pasa, el perro se entrega, siente que se desintegra. Sin temor, sin pena, siente que se disuelve lentamente en las aguas oscuras que llenan el lago, y lo que queda de él, el residuo que no logra disolverse, es nada más que una forma vaga de pensamiento, una efímera burbuja de aire o un suspiro, da lo mismo.

La otra cabeza le teme al hedor de las aguas estancadas. De inmediato le ordena al cuerpo que se recomponga, que despierte de su sopor y que se mueva con violencia.

El agua se agita, suben los detritos que yacen en el fondo, el lago en su interior se llena de remolinos y de olas. El cuerpo trata desesperadamente de mantenerse a flote, de no ser devorado y luego escupido definitivamente y sin retorno en la orilla que está del lado de los muertos.

XI.

Mientras una de las cabezas del perro prefiere los alimentos crudos, la otra se inclina por las raciones balanceadas. Ambas coinciden en la irresistible necesidad de masticar las ropas de los muertos. Aunque cada una de ellas es consciente de la existencia de la otra, fingen ignorarse mutuamente, como si se trataran de imágenes en un espejo deformado.

XII.

Una de las cabezas del perro piensa que no tiene nada más que aprender del sufrimiento. De todos modos, siente que sin lo que el sufrimiento le ha dejado, el perro estaría vacío, desnudo y frágil.

La otra cabeza piensa que las cicatrices sólo hacen que la piel se vuelva más dura, con menos lugares disponibles donde hincar los clavos.

XIII.

El perro de las dos cabezas a menudo confunde entre lo opcional y lo inevitable. Cuando se interna en ese dilema, las tripas comienzan a rugirle de hambre. Eso disuelve las confusiones. El perro procede, entonces, a contar cada clavo, o en su defecto, a enumerar las heridas recientes y las que ya están curadas. Esa actividad le nubla la visión de las dudas y parece fijarlas en un lugar alejado.

Pero las dudas permanecen tan quietas como una nube clavada en un poste.

XIV.

Emplastos de barro y cenizas, trenzas de hierba y jirones de tela, estacas de hojalata, ocultan por completo la forma tosca en que está tallado el cuerpo de madera. Cada clavo corresponde a una pregunta, un pedido o una súplica.

Por alguna razón, la ferocidad del perro de las dos cabezas parece incrementada por la abundancia de clavos oxidados que le erizan el lomo.   


* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.

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