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septiembre 23, 2013

Una buena parte de la narrativa que nos compete hace coincidir autor, narrador y protagonista. Se trata de la «literatura del yo», esa en la que el escritor se representa a sí mismo, modalidad que el propio Roberto Appratto practica. Sobre algunas de las dificultades que dicha escritura presenta, así como las modificaciones que supone en la propia escritura y en la lectura, reflexiona quien nos acompañara en el encuentro de ya te conté realizado en Maldonado. Pasen y compartan sus opiniones al respecto.

 Algo acerca de la narrativa reciente rioplatentese 

por Roberto Appratto


Sin pretensión alguna de ser exhaustivo, y juzgando solo por lo que se ve de la producción de las últimas décadas, puede decirse que lo que hay es: relatos de género (policial, ciencia-ficción, fantasía), crónicas, escrituras del yo. Lo otro sería las narraciones corrientes, de contar una historia a partir de un hecho real o no; invenciones «realistas» de historias con sentido, con técnicas modernas, pero en última instancia tradicionales, basadas en el qué se cuenta y no en el cómo. El cómo pasó de moda o se transformó en metalenguaje o es un modo de producir un clima a partir de los bloques de sentido y su montaje.

Pero me referiré específicamente a lo que más conozco, porque es lo que yo hago, que son las escrituras del yo, que abundan: hablar de uno mismo, hacer una crónica de la vida, narrar episodios en que se difumina la diferencia entre lo real y lo ficcional y se pasa a documentar lo real. Aparte de la observación más o menos obvia acerca de la decadencia de las ficciones, que tendrían, de acuerdo con esa observación, que ser compensadas por la supuesta ingenuidad de volver a los géneros, de no hacer ficción directamente, podría decirse que ese recurso de escribir sobre uno mismo, ya no sobre la realidad sino sobre uno mismo, arroja resultados en el terreno de la escritura.

El juego de la ficción pasa a la propia escritura y no a los enunciados, para empezar. Eso significa que el material biográfico elegido, más allá de que pueda ser tomado como índice de un momento histórico, o de un interés generacional (del cual yo quedo felizmente excluido), es encarado como lo que es: un repertorio de posibilidades a seleccionar y poner en relación a efectos de producir un texto. No se dice todo, no se cumple con un interés documental, que resultaría absurdo, sino con la necesidad o el deseo de hacer de la vida un relato tan interesante como algo ficcionado. En ese trabajo de selección y combinación, por supuesto, es imposible evitar la ficción, que aparece por el lado de omitir o agrandar episodios, o de poner énfasis en determinados aspectos o matices de lo vivido, o de insistir en el modo de recibir esos aspectos o matices, como si uno fuera el lector de ese relato y tuviera que explicarse por qué se están contando.

Es cierto que también en el Río de la Plata existe la autoficción, género nuevo que consiste en hacer ficción con la propia vida, disfrazando los acontecimientos, los pronombres y los datos reales a favor de la fantasía desde la cual habría que leer lo biográfico, pero me refiero concretamente a los relatos en los cuales las referencias a lo real son inequívocas. La reticencia que hasta hace unos años existía respecto de hablar de uno mismo por considerarlo poco interesante, egocéntrico o no-literario (por su parecido con las biografías, que quedaban fuera de la literatura) se ha desvanecido. Si lo ficcional está en la combinación y en la selección, los énfasis y el armado, también, y fundamentalmente están en la concepción del yo que emite el discurso, lo cual supone una vuelta a la escritura sin más, aunque parezca una observación paradojal.

En los textos autobiográficos hay un encare, desde cero, de la tarea de escribir, y de la relación entre la escritura y el asunto del cual se escribe. Del mismo modo que en la poesía —que supone, en cada caso, inventar un espacio semántico nuevo que justifique el lugar que se le acuerda al discurso y, sobre todo, la significación que adquieren las cosas referidas, desde un lugar que asegura un sentido nuevo, que es el emisor de ese discurso—, en el relato autobiográfico, en las múltiples maneras que asume el hablar del yo como materia, hay que justificar la escritura sin confiar en que lo dicho tome el primer lugar.

Esos significados pueden ser múltiples: sociales, históricos, políticos, filosóficos, pero no existen sin la presión de la escritura: uno habla de uno, porque no quiere hacer ficción, porque no confía en la ficción como sustento de su escritura, y pone todo el peso en el modo con el cual, sin salir de la supuesta verdad de lo dicho, ateniéndose a la repercusión de los hechos en uno, trata de expandir esa repercusión a los lectores.

Hay en eso, hago un paréntesis, una nueva concepción de los lectores: ya no son iguales que comparten un lenguaje y unas connotaciones; tampoco son lectores de ficciones que deben ser captados por la originalidad o la inteligencia de la fabricación de historias, o por el tejido intertextual que asegure la recepción de los sentidos; o sea: se sale de la literatura para entrar por otro lado, que es el del contar directamente algo. Por más que la técnica impida que sea tan «directamente», al obligar a entender las manipulaciones de hechos, nombres, etc., el contar algo sin la intermediación explícita de un narrador ajeno sino interno a la narración, interno a los movimientos propios del hecho de estar contando, da una versión directa de las cosas que a la vez «desprofesionaliza» (en tanto borra la ficción) y radicaliza las operaciones de escritura. El diálogo con el lector es lo directo, como si el mismo hablar de uno mismo hiciera perder el recato e instalara la conversación en otro lado, tal vez más concreto.

Por supuesto, no es tan fácil: es posible, también en estas escrituras, y tal vez con más facilidad que en otras, ceder a la blandura de la confesión, a la demagogia de presentar la propia imagen como sensible, o conmovedora, tal vez mejor que la que aparece en la vida real. Ese peligro existe siempre, también en la ficción lisa y llana: es con ese yo inventado para contar que dialogan los lectores, y es lo que determina, en última instancia, la llegada del texto. Se trata del presentarse de una u otra manera, situando para eso lo estético en su ritual y no en el hecho literario. Hay otras posibilidades, que están en vías de explotarse para lograr una mayor concreción de la escritura en este sitio (así como están en vías de explotarse las posibilidades de la escritura genérica o de las crónicas de hechos).

En última instancia, tanto en este rubro como en cualquier otro, es necesario revalorar la escritura, y la literatura en su conjunto, de modo de no permitir que se confunda con lo que no lo es: es lo que nos queda, y es saludable que tanta gente se haya puesto a escribir, tanto prosa como poesía, en las últimas décadas, tal vez por la necesidad de marcar esa diferencia; tal vez porque no se puede hacer otra cosa que escribir, tal vez porque, ante la avalancha de lugares comunes aceptados sin más en nuestra cultura, ante la degradación ética que también invade la cultura literaria, sea necesario marcar presencia por el solo hecho de decir que se está ahí, que se puede pensar, que se puede valorar, que se puede compartir ese pensar y ese valorar con otra gente en otra clave, un poco, aunque sea, más arriba.

En definitiva, cabría agregar que no somos todos tarados, ni repetidores de fórmulas, ni vendedores de recetas, ni especuladores con el éxito, ni cínicos que creemos que todo está escrito y sabido y solo cabe refrendarlo, y tal vez reiterar las mismas cosas hasta la náusea. O mezclar todo, como si no hubiera diferencias entre una escritura y otra, como si todo diera lo mismo. Cabe esperar que de esta abundancia, de la práctica de estas opciones, de la actitud crítica permanente que nos corresponde como escritores, sale una lectura del mundo que no es posible sin la práctica consciente, digamos, en serio, de la escritura.


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