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septiembre 17, 2013

  Cohiba  

Por Lucía Puenzo * 

El hombre roza mi mano en la oscuridad. Tiene la piel caliente y áspera. El pelo corto, los rulos aplastados con algún ungüento casero que brilla hasta en la penumbra del cine. Su olor se desprende del resto. Me mira de reojo y yo a él. Todo lo que tiene es nuevo: la camisa blanca, el reloj, la mochila abierta con un par de libros de arte afrocubano. Es un profesor joven o un alumno a punto de recibirse. Treinta años, no más. Saco la mano del apoyabrazos y la escondo entre mis piernas. En la pantalla el protagonista habla a cámara desafiando al Imperio: la comida chatarra es culpable de la obesidad del mundo. Presenta a su novia naturista y a los médicos que van a seguir el desbarranco de su cuerpo embutido de basura un mes entero. Con un movimiento suave, que nadie ve, el hombre deja caer su mano sobre mi pierna. Un segundo nada más —una caricia— y todo desaparece… la gente, la película: él es lo único que existe, su respiración pausada. Espero agazapada contra la mujer de la derecha. Podría pedirle permiso, decir que tengo que ir al baño, esperar en el hall del cine. Pero no hago nada. La mujer se corre para que mi brazo no siga rozando el suyo. Los tres miramos al frente en silencio. En la pantalla el cuerpo americano empieza a descomponerse. Hinchado, flácido, sin deseo, vomita en la puerta de un McDonald y el cine estalla en una carcajada. El hombre ríe con ellos, mientras apoya su pierna contra la mía. Esta vez no me muevo. Se da cuenta de que estamos jugando una pulseada (le gusta). Acomoda la mochila en su pierna izquierda y la prepara para que el extraño que está del otro lado no lo vea. Su mano busca el pantalón, desabotona, baja el cierre. Sin girar la cabeza puedo ver cómo la saca. Con la mano derecha la acaricia, la izquierda sostiene la mochila. Arriba y abajo, cada vez más rápido. Sin dejar de mirar la pantalla (arriba, abajo) ríe cuando todos ríen (arriba, abajo) en la fila de adelante un alemán se recuesta en la butaca sin saber que le apunta a la nuca (arriba, abajo) su respiración se agita, se entrecorta, nadie se entera de nada (arriba, abajo) su mano enloquece, señala (alemán, español, argentina) un telégrafo en medio de la guerra (extranjeros blancos, rodeado) la apunta hacia mí (no voy a irme, no voy a darle el gusto) su respiración nos envuelve a los dos (no voy a…) acaba con los aplausos, la mirada fija en la pantalla, salpica la butaca del alemán, las puntas de su pelo rubio, pinta la madera de espasmos y la firma con una última gota de semen. Se queda quieto, recomponiéndose, mientras los créditos anuncian que el americano ganó todos los premios del cine independiente. Cuando las luces se encienden se levanta y pide permiso para que lo dejen pasar. Es el primero en pararse, aunque estamos en medio de una fila. La gente levanta rodillas, alguno se queja por su apuro. Cobarde y huidizo como una rata abandona la sala con la mirada clavada en el suelo. Camina encorvado, su altura lo incomoda. El cine se vacía de a poco sin que pueda arrancar mis ojos de su obra de arte, la expresión más efímera del arte moderno. En la fila de adelante la novia del alemán le acaricia el pelo y saca la mano pegoteada.

El hall del cine es un hervidero de gente. Un caldo en el que se cocinan todos los países del mundo. Él no está por ninguna parte. En la babel sudorosa se recortan los gritos de un grupo de ingleses que discuten con un guardia mulato. Exigen que los deje quedarse en el cine para ver la próxima película japonesa, se niegan a hacer otra fila, uno de ellos es miembro del jurado del Festival de Cine de La Habana. El guardia habla de la igualdad de derechos. A punto de cruzar la puerta siento su aliento en la nuca. Lo tengo encima, su cuerpo apoyado contra el mío. En el caos de gente que empuja para llegar a la salida nadie nota algo extraño en la forma en que sus manos me agarran de la cintura. Mírame, aunque sea una vez. Tiene una voz grave, serena, tan oscura como su piel. No tiene el acento cerrado del interior de la isla. Ahora. Por favor. Mírame. Su mano izquierda se desliza hacia abajo. La derecha sigue de largo y se detiene en medio de mi estómago. Por un instante la naturalidad con la que sus manos sostienen mi cuerpo me sorprende (parece conocerlo de memoria). Los que vienen detrás nos empujan. Escapo de entre sus manos y cruzo la puerta. Afuera esperan los cuarenta grados. Una cola de tres cuadras en la que se mezclan cubanos y extranjeros con credenciales colgadas del cuello. Busco a la brasilera, la camisa roja del vasco, el cuerpo gigante de la húngara. La gente baja la pequeña escalinata a los empujones. Algunos llegan tarde a una función, a otros los arrastra la corriente. Peleo contra las ganas de mirarlo hasta que un tropezón me aplasta contra la espalda desnuda de una mulata de ojos grises que gira y se ríe como una encantadora de serpientes. Nuestras pieles patinan, no hay de dónde agarrarse. Desparramados entre los europeos hay negros de todos los colores. La mulata no alcanza a decirme nada, una mano toma la mía ahí abajo, en el amasijo de cuerpos. La brasilera sonríe con su hilera de dientes blanquísimos. Tiene un lunar encima del labio y una marca de nacimiento en el cuello, la eterna marca de un beso. Las huellas del maquillaje corrido de la noche anterior le dan un halo glamoroso, de estrella de cine clásico. Su aliento es dulce y alcoholizado, lleva una petaquita de ron en la cartera y lo toma de a tragos cortos como si fueran Flores de Bach. Baja los últimos escalones de a dos en dos, cortando camino en diagonal. Grita que nos dejen pasar, es una emergencia. En la esquina, el vasco espera atándose el cordón del zapato ortopédico. Tiene un pie 20 centímetros más corto que el otro, pesa 51 kilos. Desde el día que nos conocimos (72 horas para ser exactos) avisó cinco veces que no sirve para defender a nadie. La húngara es todo lo contrario, en tamaño y espíritu. Sus relatos son tan exuberantes como su cuerpo. Cruza la calle entre los autos devorando un helado vencido. Tenemos una hora hasta la próxima película, dice en perfecto español, vamos al cementerio. Sigue de largo sin esperar respuesta. Trabaja de asistente de dirección en Budapest, está acostumbrada a dar órdenes. Conoce la isla de memoria, tuvo marido cubano durante una década, su hija menor nació en Varadero y creció comiendo pescado y naranjas. Desde que llegó insiste con llevarnos a conocer el lugar en el que su esposo le propuso matrimonio.

La calle es una ola migratoria psicótica: la gente camina en grupos, nadie en la misma dirección, con el mismo paso aplastado por el calor y la falta de aire. En las orillas hay una hilera de caserones, mansiones de la época colonial convertidas en palomares, una familia en cada cuarto, todas en el mismo estado: pintura descascarada, vidrios rotos, pastos altos, agujeros en el techo y las paredes. En las puertas, sentados en sillas de plástico, los habitantes de las casas miran el desfile de extranjeros. Una rubia con la piel tajeada por el sol no disimula una mueca de desprecio al ver el estado desfalleciente de algunos representantes del Primer Mundo. La brasilera es la única que le sostiene la mirada, sin pestañear, hasta que la rubia le sonríe y pasa al siguiente extranjero. El cementerio está en el centro de La Habana, una manzana entera repleta de muertos. Cuanto más al centro más viejas las lápidas. Algunas no tienen rastros de nombres ni fechas, son bloques de piedra que salen de la vegetación. Cruzamos la puerta en la hora mágica: cuando todo parece un poco más lindo de lo que es. La caída del sol no alivia el calor. Pero la humedad es cada vez más espesa. Al vasco se le nubla la mirada pensando en las fotos que podría haber sacado con esta luz. Su cojera marca el ritmo de la caminata, mientras piensa en el traidor que pudo ser su aventura cubana: llegó un día antes de que empezara el seminario y decidió pasar el día paseando solo; en la feria del Malecón —mientras compraba por 15 dólares la Trilogía sucia de La Habana— un negro le susurró al oído que él se la conseguía por diez. Así, de un plumazo, el vasco consiguió el libro, guía de turismo y la esperanza de un amante. Al mediodía ya le había regalado tres mojitos, el almuerzo, la trilogía, los anteojos de sol… Estaba extasiado: La Habana superaba sus fantasías, disparaba su cámara a diestra y siniestra (quería llevárselo todo) hasta que su guía le ofreció sacarle una foto. Se fue alejando en busca de un plano general del Malecón. A 50 metros le gritó que sonría y salió corriendo.

La húngara se detiene frente a una tumba que tiene una ficha gigante de dominó en lugar de una lápida. Un doble seis grabado en la piedra, gastado por décadas de intemperie. Es acá, dice, acá le dije que sí. La mujer enterrada frente a nosotros fue su amiga, su amor, una jugadora compulsiva de dominó que la siguió de Budapest a La Habana. Murió en una sesión de macumba (no toleró el paso de la Inmaculada Concepción por su cuerpo). El exmarido de la húngara fue el artesano que se encargó de la lápida en forma de dominó. Ahí mismo se conocieron: señala el Teatro García Lorca que está frente al cementerio y nos pide que la acompañemos. Los sigo mirando por sobre mi hombro. Todo tiene algo de irreal, la lógica de los sueños: hombres sin cara, amigos-extraños, dramas ajenos… Desde que salimos del cine me acompaña la sensación de que él sigue ahí, mirándome, tragado por la oscuridad de la noche cubana cada vez que me doy vuelta.

Un hall de mármol blanco, arañas de cristal, alfombras persas… El
Teatro García Lorca es uno de los pocos edificios restaurados de La Habana. Toda la grandeza de épocas pasadas que no existe en ningún otro rincón de la isla. En diez minutos empieza La Boheme. La brasilera seduce a uno de los guardias con la naturalidad con la que el resto de los mortales respiran. Sus pestañas aletean hasta hipnotizarlo. El guardia nos deja hacer la cola de cubanos residentes. Los que entran llevan vestidos largos y trajes de verano. Son extranjeros, aunque también hay cubanos que no son parte del socialismo agonizante que está ahí afuera, en la calle. La húngara muestra su viejo documento de residente y saca cuatro entradas, mientras la brasilera se pinta los labios frente a un espejo. El dúo entra a la sala arrastrando su lastre vasco-argentino. Llevan los mentones tan altos que nadie ve los bermudas de niña exploradora de la húngara ni la piel de la paulista, tan transpirada que parece bañada en aceite. La soprano grita como si fueran a descuartizarla. Antes del entreacto la brasilera escapa hacia el baño con un suspiro agónico. El hall está desierto y en penumbras (en Cuba se ahorra luz hasta en la ópera). En la antesala hay sillones antiguos tapizados con pana y ribetes dorados, pero en el baño no hay nada, no hay papel, no hay jabón, un hilo de agua sale de las canillas, una bombita de luz se mueve en círculos, como un péndulo, sobre la mirada hipnotizada de la brasilera que la sigue acostada boca arriba sobre uno de los sillones, con un brazo colgado y el cuello estirado hacia atrás. Por un instante parece roto —quebrado— pero levanta la cabeza al escuchar que alguien entra. Se levanta el vestido con una mano y se baja la tanga con la otra mientras entra a uno de los cubículos. No se sienta, apenas dobla las rodillas con las piernas abiertas. Hace un bailecito de sacudida antes de levantarse la tanga. Tenho um presentinho pra voce.
Saca una tuca del corpiño y la hace girar con la punta de dos dedos como si fuera un diamante.

Fue así desde el primer día: termina de despertarse al atardecer. El domingo llegué a la escuela a las cinco de la madrugada. El taxi que me trajo del aeropuerto se detuvo en la puerta de entrada para que el guardia de seguridad controlara mi nombre en una lista. Me asignó un cuarto en el último módulo de departamentos, la llave y un aviso: mi compañera brasilera había llegado el día anterior. Las luces del auto iluminaron cinco edificios racionalistas desparramados en medio de un campo tan despojado como la sabana africana. El taxi me dejó parada frente al último módulo de departamentos, un rectángulo de cemento con ventanas de acrílico. Una cosquilla en el pie izquierdo me hizo mirar hacia abajo: era una rana diminuta, dos más encima del bolso. Todo el suelo a mi alrededor salpicado de ranas. La brasilera cantaba en la ducha cuando entré. El velador de su cuarto estaba encendido, con un pañuelo encima de la pantalla. La ropa desparramada por el suelo, papeles, libros, parlantes, discos, inciensos, aceites, cremas, maquillajes, golosinas, leche en polvo… La cama revuelta, fotos pegadas en la pared. Sobre la mesa de la cocina, un cartón de leche vacío. En el balcón cerrado del living —colgando de la mecedora de cintas de plástico azul—, una bombacha y un corpiño de encaje. Para alguien desembarcado hace menos de 24 horas era un prodigio del caos. Apoyé su ropa interior sobre la mesa. Estaba húmeda, recién lavada. Afuera no había señales del amanecer. Un rebaño de cabras raquíticas pasó por delante del departamento, arengadas por un mulato igual de flaco. Salió del baño desnuda. Quedó suspendida dos pasos más adelante, al ver primero mi bolso y después a mí, sentada frente al balcón. Se apoyó contra la pared, las manos detrás de la espalda. Hablamos hasta que se hizo de día. En ningún momento atinó a vestirse ni a taparse, dejó que a sus pies se forme un charquito de agua y se fue secando, de a poco, con la brisa que entraba por el balcón. A las siete dijo que teníamos que dormir un par de horas antes de conocer al maestro.

A las diez menos cinco de la mañana un auto negro de vidrios polarizados aparece como un espejismo al final del camino de palmeras. Los diez seminaristas esperamos al pie de la escalera, frente al resto de los alumnos, las cámaras, los periodistas. Corre el rumor de que este es el último seminario dictado por el maestro. Birri —el director de la escuela— lo ayuda a salir del auto. García Márquez se baja enfundado en un mameluco azul, lustrando unos anteojos que pierde por un segundo en la barba blanca de Birri, después de desprenderse de su abrazo. Sonríanle a las hienas, susurra, abrazándonos frente a las cámaras de los periodistas. Lo seguimos un piso más arriba, hasta el aula. Le prohíbe la entrada a todos menos a nosotros. Adentro los micrófonos están encendidos. Cada palabra se graba y es propiedad de la escuela de cine de San Antonio de los Baños. Entonces… ¿quién tiene la buena?, dice García Márquez. Se divierte con nosotros. Mejor dicho: de nosotros. La misión de ustedes es entregarme una buena idea, una sola, dice revolviendo el bolsillo del mameluco hasta encontrar lo que busca: un inhalador. Le pega un saque y su mirada vuelve a cargarse de vida. Si no la tienen, salgan a buscarla. Nos despide diez minutos después, intimidados hasta el mutismo, sin que nadie termine de decidir si su voracidad es vampirismo o desprecio. Una sola cosa está clara: los guionistas, para el maestro, son una raza de cipayos. Así, desde el primer día, García Márquez transforma a sus seminaristas en una manada de cazadores. La presa es la buena y puede estar en cualquier parte (pasado, futuro, ficción, realidad). La segunda noche, parada en la puerta del teatro con la tuca colgándole del labio, la brasilera mira la oscuridad y suspira... No vuelvo sin encontrarla, dice. Se aleja por una callecita angosta, de adoquines, que separa la parte trasera del teatro de una pared repleta de leyendas dedicadas a los que descansan bajo tierra del otro lado. Las luces de los autos recortan las siluetas de los habaneros noctámbulos. Cuando cae el sol se transforman en taxis clandestinos: suben clientes, uno encima del otro, hasta que adentro no queda lugar para respirar. Si uno elige ir a pie, la mirada se acostumbra y las siluetas —lentamente— vuelven a tener rasgos. El silbido de la brasilera llega desde la esquina. Por un segundo, cuando los focos de un auto la iluminan al pasar, la veo agitando el brazo, antes de que la oscuridad se la trague de nuevo. Lo único que ilumina la cuadra es el resplandor de una luz del teatro. Un chistido a la derecha me hace girar, una brasa se consume suspendida en el aire. Al ajustar la mirada la brasilera va apareciendo detrás: sostiene la tuca con la punta de dos dedos, apoyando la nuca contra la pared del cementerio mientras se llena los pulmones de humo. ¿Viú isso? Señala una puertita apenas iluminada. Dos extranjeros de colores pastel esperan frente a un negro con cuerpo de boxeador y una jinetera adolescente, acaramelada a su lado. Escrito a mano, sobre la puerta, alguien escribió: BIENVENIDOS AL INFIERNO DE GARCÍA LORCA.

Al abrir la puerta, la ropa de marca europea se tiñe con el halo de luz que llega desde adentro. Los europeos bajan y el negro está a punto de cerrar la puerta cuando la brasilera arremete, endulzada por la mezcla de música afrocubana y hip hop. Un nuevo aletear de pestañas alcanzan para que nos deje pasar. Abajo la gente baila apiñada en un sótano de unos 50 metros en el que la utilería del teatro sirve de escenografía y los trajes de época, de uniformes para los mozos. Mejor dicho, los negros bailan; los blancos miran con respeto lo que nunca van a poder hacer. Algunos borrachos (blancos) se animan a sacudir sus cuerpos espásticos al lado de tanta elegancia mientras algunas elegidas (blancas) son sacadas a la pista y conducidas como muñecas de goma. Tardo en sentir una puntada de dolor en el antebrazo. Mi movimiento —brusco y torpe— vuelca el trago del hombre que está a mi lado. Va a gritarme cuando ve lo que su habano le hizo a mi piel: una quemadura redonda, perfecta como una marca de nacimiento en carne viva (el mismo lugar en el que el hombre me acarició por primera vez). El hall del teatro es el limbo del infierno que está abajo. La gente espera que termine el entreacto con poses impostadas, no imaginan que bajo sus pies otros sacuden los cuerpos hasta entrar en trance, ni que los mozos que están detrás de la barra repartiendo tragos llevan trajes tan parecidos a los que ahora reparten copitas de jerez con sonrisas plásticas. La húngara y el vasco están postrados cerca del baño, aburridos, sin nada que decirse. Ella mira su reloj cada quince segundos, un tic que tiene del trabajo de asistente. Se le iluminan los ojos cuando me ve (no es por mí, es la esperanza de ver a la brasilera detrás). En cinco zancadas la tengo encima, seguida por el vasco (con el doble de pasos y la mitad de velocidad). En una hora sale la última guagua de la Heladería Copelia hacia la escuela, dice la húngara. Aceptan descender al infierno con tal de encontrarla. Bajar es siempre más difícil que subir: hay más gente que unos minutos antes, bailan donde quedaron, encajados entre cuerpos extraños. En la barra la húngara sacude un par de billetes hasta que logra cambiarlos por mojitos. La quemadura de habano está cada vez peor, un círculo rojo y húmedo tiñe una servilleta atrás de otra y la brasilera no está por ninguna parte, ni en la barra, ni en la pista… En la última vuelta la veo en los brazos de un negro que la mueve como si fueran de la misma raza, una pierna entre sus piernas, una mano en la espalda, otra en el cuello, y ella que gira transformada en marioneta, tan fascinada con el que mueve los hilos que la deja hacer con ella lo que quiera, giran y ahí está todo: la camisa blanca, el pelo empastado con ungüento, el reloj en la muñeca, la mochila colgándole del hombro con los libros de arte afrocubano, giran y ahora tiene el cuello de la brasilera en su boca y sus ojos en mí. Sonríen al verme (los dos). La brasilera grita por sobre la música, grita mi nombre y el suyo: Cohiba. El hombre me da un beso, su boca tan cerca de la mía que las comisuras de nuestros labios se rozan. Antes de separarse me susurra un hola al oído. El saludo es peor que todo lo que vino antes, el saludo nos hace cómplices.

La brasilera abre la canilla del baño y mete la cabeza en el agua. Por el espejo alcanzo a ver los pies de un hombre asomándose por debajo de una de las puertas cerradas. Dos manos de nena agarradas a sus tobillos, con tacos violetas de suelas gastadas. Desde el interior llegan los gemidos del hombre. La brasilera se hace un nudo en el pelo mojado, para sacárselo de la cara. Dice que apareció de la nada. La apretó contra él como si se conocieran. Sus cuerpos encajaron. Después empezaron a hablar y entonces todo encajó. Dice lugares comunes, cursilerías de enamorada. Le cuento lo que pasó en el cine. Nao pode ser, repite: nao pode ser ele. Le juro que es él. La puerta de uno de los cubículos se abre. Del interior sale la jinetera que bajó al sótano con nosotras. Se lava la cara, hace un buche de agua. Detrás de ella un canoso de camisa floreada se frota la nariz con los ojos achinados por el exceso de todo. La brasilera espera que salgan antes de volver a mirarme… ¿Por qué no me contaste antes lo que pasó en el cine? Me mira, desconfiada, como si pudiera tener razones para inventar algo así. Nem sequer o veste bem. Yo misma dije que se levantó apenas encendieron las luces, nunca lo miré de frente. É professor na universidade, dice (como si eso aclarara el asunto): pinta, expôs em Amsterdão três vezes, trabalha como curador. Repite tres veces que no puede ser él. La húngara entra al baño con los cachetes rojos por el calor. Si no nos vamos perdemos el micro. Eu vou ficar, dice la brasilera. (Y le habla a ella, a mí ni siquiera me mira.) Encontrei-me com alguém que tem um carro. Ofereceu me-levar à escola mais tarde. La húngara se encoge de hombros. Oki-doki, dice, nos vemos mañana. No vale la pena que insista, de pronto somos extrañas. No tengo que hacerme cargo de nadie, repito, que haga lo que quiera. Salgo del baño y antes de subir la escalera veo a Cohiba por última vez. Está parado detrás de un par de cabezas, con una sonrisa en los ojos. La bronca me dura hasta que el micro sale a la ruta. En medio de dos plantaciones de café aparece el miedo. A mi alrededor todo el mundo duerme. Un grupito comenta la última película iraní que parece haberles cambiado la vida. La húngara ronca con la frente volcada hacia delante y el vasco con los ojos entreabiertos. Una parejita se besa en la primera fila, al lado de la luz que llega del asiento del acompañante. Él pasa la punta de su lengua por el contorno de los labios de ella, tan despacio que parece ir dibujándolos.

Afuera se amontonan las plantaciones.

Abro los ojos en la puerta de la escuela, cuando el micro se detiene. Nadie habla. Decenas de cuerpos dormidos se arrastran hacia los cuartos mascullando buenas noches. Zombis con ojos que luchan por abrirse y brazos que cuelgan inertes a los costados del cuerpo. El vasco es uno de ellos, camina subrayando su cojera. La húngara viene en el medio y yo última, en fila india, un metro entre cada uno. Al silencio de la noche lo astillan las ranas. Una revienta debajo de mi pie, me salpica hasta el tobillo.
No hay forma de arrancar el cuerpito de la suela. Está pegado con las patas abiertas, como si la hubiera agarrado durmiendo. Una rana menos en el mundo no cambia nada, dice la húngara riéndose. Llevo el cadáver hasta el baño. No hay agua, la cortan casi todas las noches, no hay papel higiénico (no hay papel en la isla, no hay hojas, no hay cuadernos, en las escuelas volvieron a usar pizarras pero no hay tizas). Despego los pedazos de rana con la punta de un vestido sucio, envuelvo la sandalia ensangrentada ahí adentro y escondo los restos en un rincón. En el espejo del baño hay dos fotos carné (una es mía, la otra de la brasilera). Afuera siguen chillando las ranas. En algún momento de la noche lo siento parado frente a mí, mirándome dormir. No hay nadie cuando abro los ojos. Gemidos del otro lado de la pared.

Al amanecer abro las ventanas y aun así el aire no corre. Estacionado en la puerta hay un Chevy azul petróleo con el vidrio trasero roto. La puerta de la brasilera está cerrada. Un incienso hecho ceniza cuelga del borde de un cuadro. Apoyada sobre la mesa de madera del living está la mochila con los libros de arte afrocubano. Uno con La Jungla de Wilfredo Lam en la portada. El Paraíso ha muerto, reza el título. Libros caros, llenos de fotos marcadas con separadores. Un cuaderno repleto de anotaciones. En la última página, escrito a mano:

Las empresas de turismo nos venden con las cuatro S
(Sun, Sex, Sand & Sea)
¡Cómprenos, disfrútenos!
¡Cómanos!

El papel está agujereado en el final, como si hubiera atravesado la superficie de tanta fuerza. «Las crónicas de los conquistadores dicen que nuestra isla estuvo habitada por hombres caníbales con cabezas de perros». El trazo no es firme, si uno mira bien ve el temblor de la mano. «El mestizaje: lo mejor que tenemos para ofrecer». En el bolsillo de la mochila hay una bolsita de tabaco, papel para armar. Una billetera de cuero. Adentro, pesos cubanos, convertibles, un par de dólares (chicos), y la foto de una nena de cinco años, una mulata de ojos claros. Los mismos rasgos del hombre suavizados por una madre blanca. Un crujido adentro del cuarto me hace volver sobre mis pasos. En la cama, acostada boca arriba con la respiración entrecortada, veo la foto de la nena en mi mano, como si hubiera querido salvarla de algo trayéndola conmigo. Es tarde para ponerla en su lugar. La dejo donde está, sobre la sábana.

Cuando abro los ojos el sol entra por todas las ventanas. Una brisa que viene del campo hace aletear uno de los bordes de la sábana. La brasilera canturrea feliz. Pasa por delante de mi puerta envuelta en una toalla, me da los buenos días en portugués. Tiene un vaso de leche en la mano. La foto de la nena está en el mismo lugar en el que la dejé. Lo que falta es mi foto, la que estaba pegada en el espejo del baño. La busco en el piso, en los rincones del baño. Le pregunto a ella si la vio y se ríe como si fuera un chiste. ¿Para qué puedo querer tu foto? No me espera; está muerta de hambre y no quiere perderse el desayuno. La veo caminar hacia el edificio principal por la ventana de acrílico del balcón. Va cantando, llenándose los pulmones de aire (tan encantadora que hasta los perros de la escuela la siguen). En el suelo todavía están las pisadas descalzas del hombre, van del baño hasta el cuarto, secándose hasta desaparecer. Afuera hay silencio, no queda nadie en los tres pisos del edificio. Un departamento junto a la puerta de entrada funciona como lavandería. Pero ni el olor a ropa recién lavada me quita la náusea. García Márquez ya está sentado a su escritorio. La argentina que llegó tarde, dice. Quiero la buena de hoy. Le cuento la historia de un seminarista que —a falta de ideas— decide asesinar al maestro. Me interrumpe enseguida (pide otra). Hay cruce de miradas. La brasilera respira hondo y aclara que lo único que tiene es el principio. El maestro sonríe: un principio es todo lo que se necesita para una historia. Le pide que hable fuerte, y se sube el cierre del mameluco. Hace cuatro días que se viste igual, siempre de mameluco. Azul el primer día, naranja el segundo, marrón el tercero. El cuarto verde inglés. La brasilera se lleva el micrófono a la boca y cuenta la historia de una mujer que se enamora en su tercera noche en La Habana. Sabe que ese hombre esconde algo, pero no le importa. Sería capaz de dejarlo todo para no perderlo. Habla hasta que los ronquidos del maestro la interrumpen en la mitad de una frase. El empleado que graba el seminario aprieta el botón de pausa. Como si el peso de todas las miradas sobre él volvieran a despertarlo, García Márquez abre los ojos y le dice a la brasilera que tiene un buen principio. Ahora necesita un final.

La buena no sale ese día. Nos deja ir quince minutos antes de la una.
Cuando salgo el micro se aleja rumbo a ciudad, a más de cien metros de distancia. No intento correrlo, tengo las piernas flojas. El camino de regreso al departamento se hace cada vez más largo. El cemento arde, desfigura el paisaje. De día las ranas les ceden su reinado a las moscas. A mis espaldas, un auto avanza a paso de hombre, siempre un par de metros detrás. La brasilera espera en la puerta con un vestido celeste y anteojos negros. Tiene una trenza larga y los zapatos en la mano. Su sonrisa no es para mí, es para el Chevy que viene detrás. Cohiba nos devuelve la sonrisa desde el otro lado del parabrisas. La brasilera no se da cuenta de que estoy descompuesta y temblando. Me lleva abrazada hacia el auto: quiere que lo conozca. Abre la puerta de atrás para que suba. Cohiba me mira por el espejo retrovisor. Va a decir algo cuando la brasilera sube al asiento del acompañante y lo saluda con un beso en la boca. Mi amiga viene con nosotros. Cohiba no dice nada. Da una vuelta en U para volver hacia la puerta de entrada de la escuela. Todas las ventanas del auto están abiertas. No hay vidrio en el parabrisas trasero. Cuando el auto sale a la ruta el viento zigzaguea entre una ventana y otra. La brasilera grita para que Cohiba la escuche por sobre el viento y el motor del auto. Le contó la historia, García Márquez dijo que falta el final. Cohiba sonríe como si el problema ya estuviera resuelto. Enciende la radio y pone un casete a todo volumen. Tan fuerte que se hace imposible hablar.

A la altura de San Antonio desvía el auto de la ruta y baja la velocidad en una calle de tierra. No detiene el motor, pero tampoco avanza. Cuando la brasilera pregunta qué esperamos no responde, cautivado por la imagen que tiene frente a sus ojos. En la esquina un trío de nenas juega con una manguera. Las gotas de agua brillan contra el sol. Ríen, entre saltos y gritos, empapadas: ensayan una coreografía, revolean los pelos, sacuden las caderas y los hombros. La música que suena en la radio parece inventada para ellas. Son hipnóticas, durante varios minutos las miramos bailar en silencio; hasta que una de las nenas levanta la mirada al ver el auto estacionado en la esquina. Es la mulata de ojos verdes de la foto, un par de años más grande. Se acerca al auto, pero se detiene a una distancia prudente, como si supiera que no tiene que seguir. Cohiba avanza un par de metros más con el auto, hasta que la nena queda parada a nuestro lado. Nos mira. Es igual a él, en colores claros. El hombre busca algo en su bolsillo. Un sobre. Va a dárselo cuando una negra se asoma desde una casa. Debe tener cuarenta años pero ya es una anciana. Al ver el auto, llama a la nena con un nombre extraño: Ixé. La nena tarda en despegarse de la mirada del hombre, da un par de pasos hacia atrás y recién con el segundo grito corre en dirección a la casa. El hombre baja del auto para ir a su encuentro. La mujer habla rápido, en un español cerrado, incomprensible. Con las extranjeras lo que quieras, con tu hija no. Es lo único que entiendo. Lo repite varias veces (con tu hija no) antes de guardar el sobre. La nena los espía desde la ventana. Si pudiera elegir se iría con él. Algo en la forma en que se miran hace pensar en dos amantes separados a la fuerza.


Nos despedimos dos días después, el último día del seminario. Sin que aparezca la buena de García Márquez. Hoy recibí un mail desde la casilla de correo electrónico de la brasilera. Lo escribe su hermano mayor, están juntando datos de las últimas personas que la vieron. Se fue de la escuela con un hombre que manejaba un Chevy azul petróleo. Nunca llegó al aeropuerto. Encontraron su cuerpo a cincuenta kilómetros de La Habana.



* Agradecemos a la autora la gentileza de permitirnos publicar este cuento.

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