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enero 09, 2013

 Jazmín celeste 

Por Rodolfo Santullo *


Siempre ha sido mi planta favorita. Para empezar, por sus flores. Ese azul pálido, casi incoloro, pero que alcanza para no confundirla con ningún otro tipo de jazmín salvaje, ni mucho menos con el jazmín común al cual detesto. Probablemente mi gusto viene del jardín de mis padres en San Francisco donde, pegado al muro lindero con el vecino, tienen un cantero agreste con multitud de plantas. Las que no tienen flores quedan directamente desclasificadas, ya que las plantas sin flores me parecen insulsas. En el cantero, la lucha es denodada entre el jazmín celeste y un malvón rojo, casi naranja. Con los años, se han comido a las demás flores, creo que hubo un jazmín blanco alguna vez, pero últimamente el malvón viene perdiendo ostensiblemente. Es tan luminoso el jardín de San Francisco que siempre he tratado de replicarlo humildemente en mis macetas del departamento. En mi casa hay dos balcones. Ambos son amplios, pero por motivos que desconozco el que da al living está sobre poblado. Hay varias alegrías, un lazo de amor- al que tolero aunque no tiene flores- dos millonarias- por expreso deseo de mi mujer- y algunas macetas vacías esperando ocupante. En cambio, en el balcón del cuarto principal, sólo está un malvón rojo- hijo del de San Francisco- que me acompaña desde mi primer apartamento de soltero y que casi es un símbolo de mi vida independiente.

Dada mi atracción por la planta en cuestión no tardé en pedirle a mi padre, algo así como el jardinero oficial de su propia casa, que me enseñara a sacar un brote del matorral de San Francisco. Un fin de semana que fuimos solos con mi mujer me había limitado a arrancar una rama de la planta, guardarla en una bolsa de plástico y traérmela para Montevideo en el bolso. La puse en una maceta y esperé. Había resultado con el malvón y no veía porqué no lo haría con el jazmín también. Huelga decir que se secó enseguida. Mi padre me explicó que hay que sacar una de las ramas, a la altura de la raíz, y enterrarla sin cortarla del todo. Exactamente como con la Santa Rita. Una vez la planta haya generado su propia raíz, trasplantarla con cuidado de no romperla y ahí sí, enhorabuena, tiene usted un jazmín celeste.

Hicimos toda la operación al dedillo y me la traje. Pareció prender en un momento, pero no tardó en marchitarse y caérsele todas sus hojas. Mi mujer empezó a compartir conmigo el deseo ya casi obsesivo de tener un jazmín celeste en casa, pero más que nada, creo yo, por solidaridad. Empezamos entonces a realizar batidas por el barrio, donde el jazmín celeste florecía vigoroso, maldita sea mi suerte, arrancando ramitas e infructuosamente intentando trasplantes. Una y otra vez fallaban nuestros esfuerzos. Arrancábamos de la copa, del medio, de la base, directamente con raíz y era inútil. El más afortunado de nuestros trasplantes vivía un par de semanas para marchitarse sin remedio. Al tiempo, renuncié a la idea y me conformé con ver los jazmines cuando viajábamos a San Francisco, donde día a día ganaban la batalla contra los malvones.

La sorpresa me la dio mi mujer un sábado que fue sola a la feria. Ya era tan avanzado su embarazo que yo me negaba a que hiciera los mandados sola, pero el viernes anterior yo había salido con mis amigos y el sábado dormía a pierna suelta. Apareció arrastrando el carrito de feria y sobre todas las bolsas y paquetes, un brillante jazmín celeste cargado de flores en una bolsa de basura que hacía las veces de maceta. Me dijo que ya hacía un par de semanas se había fijado en una señora que vendía plantas en la feria y había querido hacerme un regalo. Yo no quise correr riesgos, así que lo dejé en la misma bolsa en que venía. Comparando el hábitat de ambos balcones, me incliné por dejarlo en el del living, donde evidentemente la flora era bendecida, quizás con poco sol pero la lluvia le daba de lleno cuando caía. En el balcón del cuarto el sol era mejor, pero sólo el malvón había sobrevivido entre todos sus habitantes y yo no quería correr riesgos con mi planta.

Pasaron las semanas y los sábados. Este sábado de febrero en particular era especialmente caluroso. El sol parecía petrificado en el cielo y las calles estaban absolutamente desiertas. Sin exagerar. No pasaban peatones, y eso que estamos en la misma cuadra que un supermercado grande, no pasaban autos, ni bicicletas, ni motos. Así debe ser el fin del mundo. Un pueblo fantasma donde ni siquiera corre el viento para mover los cardos. Mi mujer estaba tirada en el sofá, destruida por el embarazo gigantesco, lánguida, aplastada por el calor. Yo me dedicaba a mirar los rayos del astro rey que rebotaban en los cristales y espejos del apartamento, un calidoscopio delirante creado exclusivamente para nuestra atención. Trataba de no ahogarme con la falta de aire también. Pero volvamos al jazmín celeste.

Yo ya había notado que las cosas no iban bien. En general para todas las plantas, el calor era terrible y no importaba cuanto las regaba, pero el jazmín celeste parecía muerto. No tenía hojas, más que unas tres marrones, marchitas, y sus cuatro tristes ramas parecían los famélicos dedos de un anciano. Yo ya había pensado en tirarlo, pero me habían dicho que a veces los jazmines parecen muertos y de repente rebrotan. Así que decidí tomar el toro por los cuernos y lo saqué finalmente de la bolsa de basura negra que todavía habitaba y lo puse en una pesada maceta. Revolví la tierra, cosa de airearla y me alegré de encontrar algunas lombrices. Ya puestos a cambiar, lo llevé al balcón del cuarto, a pesar de que ese sol indolente sólo prometía sequía y aridez. Y no podía hacer más nada. Sólo restaba esperar y regar, sobre todo esto último.

Mi mujer no dijo nada, pero de su total quietud adiviné que me tocaba a mí hacer los mandados. No era el mejor día para ponerse a cocinar, por lo que me decidí a comprar unas milanesas en la pollería que está frente al súper. Encontré la puerta del lugar trancada y las vendedoras que me miraban tras los vidrios casi con pánico. No supe que hacer y me limité a saludar quedamente con una mano. Al cabo de un momento una, la más veterana de las dos, acudió a abrir la puerta. Se disculpó y me dejó pasar, para inmediatamente poner la tranca de nuevo. La más joven me contó, mientras fritaba mis milanesas, que habían trancado después de que un chorro había entrado hacía poco rato. ¿Las habían robado? No, justo entraron dos parejas y el tipo se fue sin pedir nada. ¿Y entonces porqué la tranca? Porque se había limitado a entrar en el supermercado de enfrente. Había dejado un cuchillo en la cornisa de una ventana antes de entrar, agregó la veterana. Yo me rasqué la cabeza, incrédulo, pero la veterana aclaró que le parecía lógico. Había siempre policía en el súper y con la facha que traía el chorro, seguro no le iban a sacar los ojos de encima. ¿El cuchillo sigue en la cornisa? Sí, joven. Ahí sale, dijo la más joven, con los ojos relampagueando del miedo.

En la vereda de enfrente apareció un muchacho de aspecto, lo confieso, temible. No era tanto su vestimenta- la gorra con visera, la camiseta sucia, los vaqueros gastados- que sí era calcada a ese casi uniforme de marginal que se estila hoy día, sino su cara lo que daba escalofríos. Enrojecida por las drogas y el alcohol. La mirada perdida. Los ojos hinchados, con bolsas bajo los párpados. La manera en que masticaba los bizcochos que había traído del súper. Efectivamente, tomó algo de la cornisa y lo metió bajo la camiseta. Luego fue caminando calle abajo, en la misma dirección que mi casa.

Salí de la pollería y las mujeres volvieron a trancar a mis espaldas. El muchacho se había sentado en la esquina de enfrente a mi casa y liquidaba sus bizcochos. ¿Estaba vigilando? Me parecía que estudiaba a los casi nulos peatones, yo incluido, como se evalúa un pollo antes de desgañitarlo. Me rezongué mentalmente. ¿Tan prejuicioso me había vuelto? ¿Era posible que ante el simple aspecto de alguien yo sintiera este hielo que me caía por la espina dorsal? Llegué a mi casa y subí las escaleras, trancando la puerta de abajo, aunque solíamos dejarla sólo con el pasador. Arriba mi mujer ya había puesto la mesa. Antes de sentarme a comer, miré por el balcón del living. Seguía sentado ahí y sí, parecía medir a todo aquel que pasaba. No me miró. La gente no suele mirar para arriba.

Después de comer, mientras mi mujer volvía a caer en el sofá- el calor era tal que una siesta era una idea imposible- y ponía la tele, me volví a asomar al balcón. Había desaparecido. Me avergoncé de la descarga de alivio que sentí. Me comparé tontamente con una gacela que festeja la ausencia del león. Me sentí un cobarde y me puse a mirar la tele.

Al rato, mi mujer descubrió que nos habíamos quedado sin leche e insistió en ir ella misma al súper. Yo sentí que algo me incomodaba y antes de que saliera, miré por ambos balcones. Lo descubrí ahora por el del cuarto. Estaba sentado pocas puertas más allá de mi balcón, mirando pasar los solitarios autos. Dije algo sobre ir yo, pero mi mujer ya bajaba la escalera. Me quedé en el balcón, sin sacarle los ojos de arriba al tipo. Sentía la garganta llena de bilis. ¿Y si se levantaba y daba vuelta a la esquina? ¿Y si volvía al súper? ¿A la pollería? ¿Y si se metía con mi mujer embarazada? Me daban tantas ideas vuelta en la cabeza que casi ni sentí volver a mi mujer. Había comprado helado. Yo volví adentro y a la tele.

A media tarde fui a regar las plantas. No había caso. El jazmín celeste estaba muerto, había que admitirlo. Seguir echándole agua era negar lo inevitable. Me sentí absurdamente triste. Por el jazmín. Por no poder estar tranquilo un sábado de tarde. Porque la simple idea de mi mujer caminando cuatro casas hasta el súper me hacía sentirla desprotegida y desprotegido yo mismo. Porque ya uno no puede ni estar seguro en su propia casa. Me acusé de paranoico. De miedoso. De dejarme llevar por la sensación de que mi mujer estaba embarazada y sólo me salía cuidarla. Y en eso estaba cuando lo vi.

No sé cómo lo había hecho, pero había logrado que parara un auto. Estaba inclinado casualmente sobre la ventana del conductor y cualquiera que lo viera, supondría que daba indicaciones o las pedía. Pero yo, desde mi altura privilegiada, podía ver el cuchillo. No amenazaba a la mujer que manejaba, ni a su acompañante, que también era una mujer, sino que hacía gestos mínimos con él, a pocos centímetros de sus rostros. Casi podía imaginar lo que decía. La plata o te corto. La guita o te mato. Dale puta. Dame la plata.

Me metí para adentro de un salto, con las venas latiéndome en las sienes. No quería que casualmente alguna de las mujeres me viera en el balcón sin hacer nada. Me había parecido que la acompañante me había notado regando las plantas. Tragué saliva. ¿Había llegado a ver la mirada de la mujer fija en mí? Y entonces lo hice. Sin pensar. Sin medir. Sin apuntar. Sin dudar. Salí de nuevo al balcón y agarré la maceta del jazmín celeste. La tire sin fijarme. La vi hacer una perfecta parábola en el aire e impactar de lleno en la cabeza del chorro. Sentí un crujido seco, el de la maceta al romperse, pero ya estaba adentro de nuevo antes de verlo caer. Escuché, si, el motor del auto acelerar y salir a escape. A lo lejos una frenada. Casi salían de una para caer en otra peor.

Sentía la cara arder y casi no podía respirar. Miré asombrado como me temblaban las manos y sentí escalofríos por todo el cuerpo. Mi mujer dijo algo desde el living que no entendí. Me zumbaban los oídos. Como un autómata llegué hasta el sofá y me puse a mirar tele. Ella me hablaba cada tanto y yo contestaba con monosílabos, tratando de disimular el temblor de mis manos que no paraba. Al rato me preguntó que me pasaba. Le dije que me dolía la cabeza y me dejó tranquilo. Poco después, me trajo un vaso con agua y una aspirina que me tomé sin decir palabra y seguí mirando la tele.

Tenés que ver esto, la escuché decir desde el cuarto. Estaba asomada al balcón. Yo fui hasta ella como si me empujaran, sin ser dueño de mis pasos. Me asomé y miré. Había dos patrulleros, una camioneta también de la policía y una ambulancia. Y muchos curiosos. No había sonado ninguna sirena. Habían llegado como silenciosas bestias de carroña. No se llegaba a ver al chorro. La multitud de cuerpos lo tapaban. Iban y venían con calma, sin apuro. El calor era demasiado para correr y el que ya no hubieran subido a nadie a la ambulancia mostraba además qué no había motivo para ello. Nadie miraba para arriba, pero ahora no hubiera importado. Todos los vecinos que tenían balcón, hacían uso del mismo. Dije algo sobre el morbo de la gente y me metí para adentro. Sentía nauseas. No tardarían en llamar a mi puerta. Una maceta en el piso, mi balcón casi encima. No era necesario ser un genio. Mi mujer seguía en el balcón y le grité alguna incoherencia sobre el sol y el embarazo. No me hizo caso. Yo, porfiado, me concentré en la tele. Las imágenes y colores pasaban frente a mis ojos pero no tenían sentido. Algo decían, pero para mi eran murmullos inteligibles. Los balbuceos de un idiota.

Mi mujer se desplomó en el sofá y me comentó algo, a lo que asentí sin entender. No tardó en pararse de nuevo y correr- todo lo rápido que podía- hasta el baño. Yo, como impulsado por un resorte, tomé una maceta del balcón del living y con rapidez, ocupé el vacío que había dejado el jazmín celeste en el balcón del cuarto. Luego volví al living y corrí todas las macetas del balcón para disimular la faltante. No iba a engañar a nadie. La marca de la maceta del jazmín celeste era más grande que la que había puesto en su lugar. Cualquiera con algo de atención notaría la falta, el cambio, el crimen. Pero no se me ocurría qué más hacer. Mi mujer volvió del baño y seguimos viendo la tele. Afuera, el sol empezó a batirse en retirada, más no así el calor. Yo sentía las gotas de transpiración correr por mi espalda y el incontenible deseo de asomarme al balcón del cuarto y ver qué pasaba. Dije algo del calor y darme una ducha, para combatir la tentación. Me di un baño largo. Escuchaba en cada golpe, cada crujido, la puerta de mi casa, la llegada de la policía. Cada comentario de mi mujer me parecía referido al jazmín celeste faltante. Pero no era así. Pasaban las horas y nadie llamaba, nadie venía, nada pasaba.

Sólo a la noche me volví a asomar al balcón, para cerrar los postigos. No había patrullas, ni camioneta, ni ambulancia, ni cuerpo, ni sangre, ni cuchillo. Sólo la maceta rota con el jazmín celeste, cuyas raíces asomaban entre la tierra. La habían barrido junto al cordón de la vereda. Me pareció ver un brote verde asomando. Cerré los postigos y me acosté a dormir sin decir otra palabra.

Agosto de 2009

* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
               
               

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