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marzo 24, 2013

 Injuria (extracto) 

Por Apegé*

Del capítulo El niño

Me acuerdo del chillido permanente en la cabeza (mamá, no lo soporto). Comenzaba a cierta hora del día; no, comenzaba justo cuando el mundo se callaba. Se iba haciendo cada vez más agudo y definido, el chillido que presagiaba una locura. Un niño loco, entonces, también. Había que ir con el niño loco a curarlo del chillido, de lo inexplicable, de aquella manifestación sin razón. Había algo ahí, justo en el medio del cerebro, quizás, que lo explicara todo. Me acuerdo de la Colonia, en medio del más determinante de los campos. Recuerdo que bajamos del ómnibus y sentí su mano sudada y nerviosa cuando entramos. No había más que decir, la Colonia era el lugar a donde iban a parar los locos, los irremediables. A mí me pareció gracioso, unos hombres subidos a unas palmeras, casi jugando. Ella tembló (todavía siento su mano apretando la mía). Quizás ella pensó que eso era el fin, que tal vez allí me quedaría. Yo pienso ahora que eso hubiese sido un alivio (para ella). Entramos a una sala llena de doctores, me tiraron sobre una camilla y me embadurnaron la cabeza con una pasta grasosa y verde. Nunca olvidé la forma en que aprendí el término: electro-encefa-lograma. Un estudio para ver qué había adentro de mi cabeza, dónde estaba la falla, qué era lo que producía el chillido. Me acuerdo del viaje de regreso en ómnibus: ese niño de diez años que se sacaba los pedazos pegados de engrudo en el pelo todavía rubio. Poco después llegó el veredicto médico: sinusitis. Unas pastillas mágicas y unos vahos, yo debajo de una toalla vieja extendida sobre una caldera y un primus lustroso. Se fue, el chillido se fue. Pero siguió la cura. De pronto tenía el cabello corto y un maletín con una Biblia bajo el brazo. Me sentía elegante. Tenía de repente otra familia, esa tía que nos hacía rezar y agradecer hasta un pancho. No era mi costumbre, pero me avenía al nuevo recado universal. Me estaban educando para ser un testigo de Jehová. Un testigo, un muchachito que golpeaba puertas y traía la palabra del Señor. Una salvación para todo el mundo (principalmente para ella). Pero no pude, no soporté dos cosas: ya no podría nunca más festejar mi cumpleaños y, lo peor, para ser un testigo iban a sumergirme (como a Jesús) la cabeza en un río. ¿Y si me ahogaba en ese preciso momento? ¿Y si se le escapaba mi cuerpo al pastor en el río? No, yo quería ser un testigo pero no morir ahogado. No quiero, no puedo, déjenme en paz. Está bien, pero ella no iba a renunciar a alguna forma de cura. En muy poco tiempo pasé por casi todos los métodos de sanación. Ya había estado en manos de las ciencias médicas y en las de Dios. Pasé también por la hechicería y la psicología. Yo me decía a mí mismo que era un caso perdido.

Aquella sala de paredes agrias y descascaradas. Había mucha gente. Uno tenía en la mano una foto, otro, una remera. Todos expectantes de lo que les dijera la curandera. Cuando entré a la sala descubrí que ella le daba a esa mujer vestida como una gitana uno de mis calzoncillos preferidos, azul marino, decía ella. Me ofendió eso, por qué la curandera tenía en sus manos una ropa mía tan íntima. También obtuvo de ella una foto en la que me veía muy guapo. Ahora estaba parado ahí, casi desnudo en medio de la sala, rodeado de telas, santos y vírgenes, en calzoncillos, y esa mujer que no paraba de susurrar sobre mi cuerpo mientras chasqueaba los dedos a mi alrededor. Puso una de sus palmas sobre mi frente, me dijo algo incomprensible al oído y me dejó ir. Mientras me vestía, mi madre estiraba un billete de no sé cuánto.

Pero no estaba curado, porque al poco tiempo estaba en la casa de otra mujer que me hacía dibujar y me decía que a este macaco le faltan las orejas (no escuchás, decía) o este otro está muy lejos del piso (estás en otro mundo, decía). Yo me esforzaba y en el siguiente encuentro dibujaba macacos perfectos con orejas grandes y ojos abiertos sobre un piso sólido, dibujaba una familia modelo, estaba el padre, la madre, el varón y la niña. Una familia perfecta o soñada en la que estaban mis padres y hermanos pero nunca estaba yo. Coeficiente 120, decía esa señora, que me enseñaba además que está bien que los varones tengan una señal de su valentía en el rostro. Me enseñaba a caminar, a no cruzar las piernas, a buscar una pelea para demostrar mi futura hombría. Tenés que entender, no podés ser distinto, coeficiente 120. Está mal pero en algún lugar es muy bueno que hayas toqueteado a esa niña unos años menor que vos. Está mal pero no del todo, hacelo con cuidado, nosotros te protegemos, tu destino va a ser toquetearte a las muchachas. Lo otro (indecible, ya lo sabés) tiene que ser parte de la historia secreta de esta familia, tiene que quedar oculto al mundo, está mal, muy mal, es parte de tu historia (de diez años) putrefacta, indecorosa, impresentable, debe quedar guardado en el ámbito del pecado. Estás muy cerca de tu madre, junto a sus polleras, no te gustan los juegos y las marcas en el cuerpo que son propias de tu edad, coeficiente 120. Yo aprendía a contrapelo de mi cuerpo a erguirme y caminar, busqué peleas, imité el dibujo, con la convicción de que lo mío nunca tendría cura.


Del capítulo Manifiesto

Otra vez caí en la trampa. O quise caer, entregarme, olvidarme de los mandatos de la conducta que me hace bien. Traje otra vez a un desconocido a casa. Podía suponerse que algún acuerdo había (un boliche donde vamos nosotros, una cerveza compartida, un deseo latente). Pero cuando hay litros de alcohol de por medio y deseos contrapuestos ningún pacto es confiable. A veces me ha pasado que muchachos de cara angelical me seducen con un guiño. Yo, que he envejecido, los quiero poseer, o mejor dicho, busco en ellos el trofeo (la promesa de juventud) que perdí. Ellos llegan, quieren vaciar mi botella de whisky, yo, que me conviden con su merca, los dos tirarnos en la cama para casi inconscientes satisfacernos cada uno a sí mismo. No hay allí deseo real por el otro, hay un narcisismo lastimado por mil grietas. Los jóvenes me devuelven parte del orgullo herido; llevarlos a mi cama es como decirme que aún no he envejecido, que no tengo responsabilidades conmigo mismo ni con nadie, que con solo el placer tantas veces truncado reviviré diez o veinte años, que podré otra vez empezar de nuevo, succionarles la edad o las décadas que nos separan, convertir esta soledad en el solo transitar liviano por un mundo drástico. Pero eso nunca se logra, porque ellos tienen la edad que tienen y yo tengo la vida que he construido. Y esos no son los más problemáticos, los más difíciles. Estos son los que violan el pacto, los que entran a tu casa con el objetivo de llevarse algo, lo que sea. He caído y vuelvo a caer. Quizás sea una confianza ingenua en los pactos que dos personas pueden signar (o en la escandalosa belleza de unos ojos verdes o unos bucles marrones o una boca imperiosa), pero además es cierto que estoy cansado de entrar a una habitación a vivir el sexo y después quedarme en mi casa solo y casi vejado. ¿Cómo es posible abrirle la puerta a alguien, con el placer como presupuesto, y que de pronto te robe hasta la plata de los boletos? ¿Puede uno no haberlo adivinado en un gesto, una palabra, una mirada? ¿Puede uno excusarse en la pérdida absoluta de sí mismo en medio de un mar de alcohol, en el acto de bajar las defensas para entregar el cuerpo a un desconocido que sabe que uno bajó las defensas? Pero, qué defensas. Sé que si traigo a una mujer a mi casa, esto es casi imposible que suceda. Por qué por desear el cuerpo de un hombre (desde sus pies hasta su frente) puede uno terminar muerto. Por qué el deseo entre nosotros (si es que existe un nosotros) nos tiene que poner en el borde de un abismo. Por qué desde niños nos rodea la culpa, el ocultamiento, la oscuridad, siempre las defensas. Por qué. Por qué debo adecuarme al cortejo de señoritas como en siglos pasados para prevenir la insania y el ultraje. Puedo jurar que no busco el golpe, no me gusta darlo ni recibirlo. Busco el placer y cierto tipo de salvación que los cuerpos enredados permiten. Los efebos virginales no me seducen porque quiera sodomizarlos o porque sienta una cuota de poder sobre ellos. Es otra cosa, es la admiración de la belleza y es cierta necesidad paternal pero no lasciva ni incestuosa de mostrarles un camino bien distinto al que yo he vivido. Quisiera convertirme en un maestro griego, un guía sentimental. Pienso más en Sócrates que en el marqués de Sade. Pienso y los imagino tendidos sobre mi cama, desnudos e impolutos, temblando de incertidumbre y de deseo. Esos cuerpos que casi siempre se encuentran con otros cuerpos brutos, desconsiderados, furiosos, dispuestos a romper, poseer, hacer daño. Mis efebos imaginarios están tendidos en la cama y yo los recorro desde el cuello a los pies, huelo sus axilas, los muerdo con suavidad, mis manos y mi lengua recorren la pieza, la obra de arte que el mundo me ha ofrendado, les digo que todo va bien porque así lo percibo. Me detengo en el centro de la discordia mundial y deshago sus músculos tensos y sus nalgas apretadas, me deleito con sus pelos erizados, con los movimientos epilépticos de sus cuerpos y los sollozos que les vienen del alma. Esos cuerpos que por primera vez sienten que la vida por un instante se les escurre, que no pueden controlarlo y que necesitan en un momento ser ocupados. Pero no es una ocupación militar, es pacífica. Siento cómo mi pecho se acomoda a la espalda del efebo y cómo su hermoso culo me esperaba desde hacía años (a mí, es una manera de decir. Cómo esperaba, más exactamente, esa forma de la entrega ciega y absoluta). Y no salgo corriendo de la cama cuando por fin exploto (y él conmigo), sino que lo abrazo más fuerte para que retenga en su memoria que el sexo y la camaradería pueden ir juntos, para que no crea que después de uno se viste y no queda marca ni rastro en el cuerpo. Yo me ofrezco a ser el amante universal de los efebos perdidos, a mostrarles que los besos, el deseo y cierta desintegración del cuerpo justo con el cuerpo como elemento nada tienen que ver con la culpa. Yo quisiera redimirlos de antemano, enseñarles las coartadas, hacerlos fuertes, alimentarles el ego, evitarles el rebuscamiento, las oscuridades y las explicaciones. Yo estoy dispuesto a ponerme en el límite de lo moralmente aceptado si con eso consigo que alguien sufra un poco menos.

* Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este extracto de su novela.

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