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enero 05, 2013

 Sábado 

Por Natalia Mardero * 


Despierto. Unos cinco segundos más tarde me doy cuenta que dormí muy bien, y de que es sábado. Que es sábado de mañana, y suspiro de placer. Todo está como debe ser: la luz que entra por la ventana, la calle desierta, el perro durmiendo a mis pies.

La rutina de los sábados es sagrada: desayunar en la cama, café negro, tostadas, mermelada de frutilla. Prendo la tele y veo el canal clásico, con lo que sea que estén pasando, un especial de los Tres Chiflados o una película de Fritz Lang. ¡Qué placer cada sorbito de café caliente! mirar de reojo hacia la ventana; ver las hojas del plátano y los cables de la luz haciéndose mimos. Es el único momento de la semana que disfruto de mí misma, de mi casa. El único día que puedo esconderme bajo la manta, bicicletear descalza sobre el colchón y templar el cuerpo con temperatura uterina. Si algo se parece a flotar en líquido amniótico, eso debe ser terminar el desayuno, dejar la bandeja a un lado y sumergirse en el calor y olor de nuestra propia cama. Quedarse así, inmóvil, dejando que la mente viaje por donde quiera, sin mirar el reloj. Y volverse a dormir, si es necesario.

Vuelvo a despertar. Antes de levantarme y comenzar la rutina de la ducha y de escoger la ropa, tengo que masturbarme. No importa si tengo pareja o no, si me acuesto con alguien todos los días o no. El sábado que estoy sola en casa tengo que tocarme. Antes, si es necesario, cruzo todo el pasillo, cuidando de no enganchar ningún dedo con alguna pieza floja del parquet, y voy al baño a hacer pis. No puedo masturbarme con la vejiga llena. Entonces regreso a la cama rápido, acomodándome el pijama y disfrutando por anticipado el calor que voy a volver a sentir, sobre todo en los pies, que ya se pusieron fríos.

Me pongo boca arriba y me quedo rígida, como un gato momentos antes de saltar sobre un pobre ratoncito. Pongo la mente en marcha. Busco la historia que me pondrá en sintonía. Pienso que soy muy original en este sentido, porque no recreo escenas vulgares y obvias de películas porno, ni mantengo encuentro con estrellas de cine que son la fantasía poco original de millones de personas. Las mías casi nunca son las mismas; son elaboradas, llenas de escenarios y detalles. Tengo una que se desarrolla en un pueblo desolado y húmedo del siglo XIX, lleno de neblina y barro, de intrigas y tensión sexual. Otra que transcurre en la Toscana italiana, en una casa de campo propiedad de una familia aristocrática y en donde se suscitan encuentros prohibidos entre la servidumbre y el patronazgo. Podría escribir un libro, lo sé, o un guión cinematográfico, pero dejarían de ser mis fantasías, y yo quiero que sean solo mías.

Escondo la mano adentro del pijama. Del televisor sale una cancioncita divertida que llama mi atención; veo a Marlene Dietrich enfundada en un esmoquin. Les sonrío a la distancia a los programadores del canal. Ella se acomoda la galera, echa el humo del cigarrillo, y sale al ruedo en un bar revoltoso. Es la película Morocco. Los hombres la ven y abuchean, solo uno parece interesado y la aplaude. Ella mira la situación entre divertida y desdeñosa, fuma, llena la pantalla de humo y se me frena el corazón.

Estoy entre la multitud. Ella comienza a caminar entre las mesas y a cantar. Un hombre quiere tocarla y ella lo esquiva. Termina la canción, bebe como un chico, cruzamos miradas. No decido si soy hombre o mujer. No importa.

Me encanta ser parte de esta escena. Extenderla, completarla a mi gusto. Esperar el beso. Ir tras bambalinas. ¿Hubo alguien tan hermosa alguna vez?

Llego a mi objetivo con bastante facilidad.


* Agradecemos a la autora la gentileza de permitirnos publicar este cuento.
Fuente: http://madonnaesmimadrina.blogspot.com/2012/09/sabado.html

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