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enero 04, 2013

 El clavo en la cruz 

Por Damián González Bertolino *


A trece pesos la hora, nueve horas por día son ciento diecisiete pesos por día. Eso era allá, antes. A veintinueve pesos la hora, nueve horas por día son doscientos sesenta y un pesos por día. Esto otro fue acá, a los pocos días que vine.

Más o menos me estaba acordando de esas cosas cuando me pasó aquello con la mujer. Justo me acordaba que a lo primero todo estaba muy bien. Como acá alquilaba yo solo, podía mandar bastante plata a mi madre y a mi hermana. Y todavía la plata me rendía, porque los viernes y los sábados me iba a los bailes y me ponía a gastar de lo lindo. Y también iba a los quilombos y me compraba unas buenas camisas y pantalones de marca. Y entonces seguía teniendo plata para mandarles a mi madre y a mi hermana. Así que cuando llegaba el cobro yo ya tenía guardada cierta cantidad de pesos que no tocaba nunca más. Era como si la plata del mes anterior ya no me sirviera para nada.

Acá era distinto. Incluso una desgracia podía ser algo beneficioso.

Allá, cuando me hice el primer corte me sentaron en un banquito y me envolvieron la herida con estopa de la que se usaba para secar la sangre que se amontonaba en las mesas. Ese fue el corte más grande, el que se nota mucho cuando la gente se para a conversar conmigo. Al otro día entré a trabajar como si me hubieran sacado una muela. Pero cuando a los quince días de que empecé a trabajar acá me hice el otro corte, el que no se nota nada, me mandaron para mi casa con una licencia de una semana, algo de plata y un surtido para que no me moviera mucho y me quedara tranquilo sin tener que andar comprando por otros lados. A la vuelta mis compañeros de trabajo me miraban el corte y me hablaban de lo horrible que había sido y de lo que me habían extrañado. Como yo me había hecho fama de hablador siempre los tenía entretenidos con las cosas que les contaba. Y además estaba mi acento. Entre mi acento y los nombres que usaba para llamar las cosas de otra manera ellos se divertían y las horas se pasaban más rápido. Cuando años después me los encontraba en la calle, volvían a hablarme de mi acento. Yo creía que no lo tenía más, pero siempre me decían que seguía casi igual. En aquella vuelta de la licencia también me pedían para ver el corte. Yo les decía que no había problema, pero igual me parecía que no se notaba nada, aunque le faltaba algo de tiempo para cicatrizar. Ahora sí que no se nota. A veces ni me acuerdo dónde está y hasta me demoro en encontrarlo. Mis compañeros me lo pedían para hacerme sentir bien, era como si me dijeran que no veían el otro corte, el que se nota.

Algunas tardes después del trabajo me quedaba tomando mate en la casa que alquilaba y de repente me iba hasta el centro y hablaba por teléfono con mi madre. Con mi hermana no tanto porque casi siempre trabajaba. Yo les decía que se vinieran a conocer, que no iban a creer algunas cosas que se veían. Y sobre todo les hablaba del mar, de que tenían que conocer el mar.

Nunca vinieron. Hasta que de a poco me fui haciendo el desentendido y no les pedí nunca más que viajaran. Una vez anunciaron que iban a usar un dinero que les había enviado hacía poco para aparecerse por acá. Les respondí que iba a tener mucho trabajo y que gastaran la plata en otra cosa. Yo ya me había mudado de la casa. Estaba por conseguirme un terreno y guardaba mis cosas en lo de uno de mis compañeros de trabajo.

Hasta que no fuimos más compañeros. Una mañana yo estaba bajando la carne de un gancho cuando apareció el encargado para decirme que no tenía más trabajo.

Donde estoy en este momento es donde estuve desde aquel año.

Así que ahora me acuerdo de aquella noche en que andaba caminando y me ponía a hacer cálculos en la cabeza para ver lo que cobraba en un lugar y en otro. Entonces me daba cuenta de que eso era plata. Porque, para decir la verdad, no era que yo anduviera llorando por los caminos, pero me hubiera venido bien conseguir algo de esa plata cada tanto tiempo. Con las primeras horas de la noche me tomaba una taza de café con leche y, como casi nunca había con qué hacerle compañía, me abrigaba y salía a caminar para ver qué había en la vuelta. A veces me iba hasta el centro y en el camino me encontraba con algún conocido. Yo me le pegaba conversándole de cualquier cosa hasta que lo entretenía y me invitaba a tomar algo. Otras veces pasaba por una panadería a la hora del cierre, pero era lo mismo que nada porque casi siempre la dejaban seca. También ocurría que me encontraba con la policía y se me quedaban preguntándome cosas un buen rato. Cuando esto pasaba me daba vuelta y me quedaba en mi casa. Una noche, bastante tarde, me crucé con un par de policías que me miraron y no me preguntaron nada. Después, en mi casa, me quedé pensando y encontré una explicación en el saco que me había puesto. Era un saco que me habían conseguido unos días atrás. A partir de entonces, cada noche que yo salía llevaba puesto el saco y descubría que si me pasaba cerca un patrullero los policías apenas me observaban. Al principio me pareció que el saco me daba suerte. Luego fui entendiendo que lo que hacía el saco era darme un aire como de importancia, porque de pronto comenzaba a sentir que alguna persona mayor me veía pasar y me decía "Buenas noches". Y tenía que ser así, porque cuando las luces de los automóviles me barrían sólo se podía percibir una cosa, su pura forma de saco negro que se aislaba un poco de la noche.

En fin... cosas que se me van ocurriendo también ahora, cuando lo escribo.

Aquella noche de la que quiero hablar yo iba bajando por una calle de un barrio con mi saco. Estaba haciendo mentalmente la cuenta de todo lo que cobraba por día acá apenas había llegado, cuando se me apareció de frente una mujer despeinada y casi enana que me apretaba con las manos las solapas. Me asusté, no voy a decir que no, y caímos los dos al suelo. Ella se me subía encima del pecho y hacía con la boca un ruido como si estuviera haciendo fuerza para levantar algo muy pesado. Yo miré rápidamente hacia ambas veredas y lo único que pude ver fue un portón abierto, el portón por donde habría salido la mujer. No pude pensar mucho. Sentí los ladridos de algunos perros y se me ocurrió, simplemente por un segundo, que esa mujer era una loca que estaba por matarme. Casi iba a aceptar esta idea cuando ella se dio vuelta y comenzó a tocarse la espalda como si le hubiera picado un bicho. Era un desastre, no me daba tiempo a pensar en nada más; hacía las cosas demasiado rápido, incluso cuando se tiró boca abajo y sentí el ruido del hueso contra el pavimento. Allí quedó entonces la mujer, derrumbada a mis pies mientras yo buscaba algo como una explicación en los frentes de todas las casas de uno y otro lado. Fue cuando me imaginé que podría estar atragantada con un hueso de pollo o algo por el estilo. Eran cosas que pasaban; mi madre me había contado alguna vez que le habían dicho de gente que se había ido de esa manera. En situaciones como esa no había que pensar demasiado, así que la levanté por el cuello y empecé a darle una serie de palmadas en la espalda esperando que volviera a hacer el mismo ruido del comienzo. Estuve un buen rato en eso hasta que me di cuenta de que lo más conveniente era hacerme humo. Ahora miraba hacia todas partes y encontraba un montón de casas con la luz del frente encendida, dos o tres perros que sacaban la cabeza por entre las rejas de un portón para mirarme y el resplandor de un televisor encendido detrás de unas cortinas. La mujer ya no me importaba. Pero me quedé allí porque me entró un miedo y una duda. El miedo tenía que ver con que yo había visto escenas similares en muchas películas y no me quería quedar con la gran duda que siempre les llega a los personajes que se encuentran en esa situación. ¿Y si la mujer estaba viva todavía?... Me pareció que yo estaba en ese lugar sólo para no terminar con la duda de si la mujer hubiera podido vivir después de todo. En las películas pasaba que un personaje estaba casi muerto y que un segundo personaje en un primer momento pensaba que no había salvación posible, luego dudaba, y agotaba los recursos para traerlo de nuevo a la vida. Entonces se enloquecía por salvar esa vida, hasta que lo lograba. Después de todo, no era que yo me hubiera decidido a hacer lo mismo que el personaje, pero de tanto pensar en eso ya lo estaba haciendo. Incluso había cambiado la modalidad del golpe sin saberlo; ahora caía sobre la espalda de la mujer la parte del puño en la que se enrosca el dedo meñique. El resultado era más o menos como fingir acuchillar a alguien, aunque con cierta pasión. De pronto me fijé en que era algo que sin duda alguna tenía que haber hecho al comienzo de todo aquello, porque era muy cómodo. Sin embargo no pasaba nada, y la duda empezaba a crecer angustiosamente. Me decidí a probar suerte encajando alguna docena más de golpes entre los riñones de la mujer; y en eso estaba cuando escuché un grito a mis espaldas. Las luces de muchas otras casas se encendieron y observé a varias personas reuniéndose a cada lado de la calle. Algunas mujeres gritaban mientras algunos hombres se movían de a poco, como rodeándome. Aflojé mi mano del cuello del cuello de la mujer y fui calculando hacia dónde tenía que correr.

Escuché que me gritaban "asesino" justo cuando logré esquivar a un hombre que se me había atravesado de sorpresa saltando de atrás de un cerco. Después doblé en una esquina y pensé solamente en que si seguía corriendo yo no iba a ser ningún asesino, me iba a escapar de todo eso. Un minuto o dos más tarde pasé por algunas calles donde nadie me prestaba atención; y de a poco comencé a hacer una larga vuelta como para llegar hasta mi casa. Una y otra vez miraba hacia atrás y siempre me venía la misma sensación. Cuando doblaba en una esquina me parecía que en la esquina anterior acababa de aparecer una figura delgada y alta, muy alta, que me seguía. Después esa sensación se hizo más rara. Las piernas comenzaron a pesarme y sentí como si en la cabeza se me estuviera haciendo un agujero. Fue cuando vi unos árboles a la entrada de una casa con el frente oscuro. Me tiré allí y de repente se me fue el mundo.

Cuando volví en sí vi una luz que venía desde un pasillo exterior sobre un costado de la casa. Había allí un pequeño grupo de personas, y, por la manera en que estaban vestidas, me hicieron pensar en que iba a haber un cumpleaños. Entonces me sacudí el saco y me acerqué. La mayoría eran mujeres. Casi ninguna era joven. Me quedaron mirando, y como no me dirigieron la palabra, de a poco empecé a juntar valor y pensar que me confundían con un invitado desconocido. Hasta que una no se aguantó más y dándose vuelta me encaró.

-Disculpe, pero... -otras mujeres se dieron vuelta también -¿Usted es de aquí?

Para disimular no me venía ninguna idea.

-Lo que pasa que vine buscando...

Apenas solté esas palabras, la mujer se me acercó un poco más abriendo los brazos.

-¿Pero por qué no pasa?... ¿Por qué se queda acá afuera?...

Otra se llevó las manos a la cara.

-¡Disculpe, por favor!... ¡Yo tampoco me había dado cuenta que usted!

-Yo me di cuenta en seguida por el acento... -dijo otra más, apuntándome con el índice -¡Usted es el Pastor Alberto!

-¿Cómo hizo para llegar solo? ¿No lo trajo nadie?...

A partir de ese instante las palabras iban y venían por encima de mí.

-¡Dejen pasar que ya llegó el Pastor Alberto!

-¿Qué le parece el barrio, Pastor?

Yo iba pasando por el pasillo, que tendría unos diez metros, y me topaba con gente que me ponía las manos sobre los hombros. Aparecieron luego algunos hombres que me saludaron mientras las dos mujeres que más me habían hablado me conducían a un pequeño salón. Las bombitas de luz estaban en los extremos del pasillo y me costaba ver las cosas; sólo había distinguido con claridad los peinados cortos de muchas de las mujeres.

El salón estaba a unos pocos pasos luego de cruzar un recodo. Hacia ambos costados había algunas filas de sillas blancas y de plástico. Eran muy pocas sillas, y me pareció que toda aquella gente necesitaría incluso muchas sillas más. Al fondo, en una parte levantada, había una alta cruz de madera que se enfrentaba con la puerta de la entrada. Al comienzo, viéndola sola, pensé que todavía le faltaba bastante para ser una cruz. Luego, cada vez más, fui dándome cuenta de que estaba hecha con dos listones lustrados. Hubo una cosa que me pareció desagradable en todo aquello y no supe bien qué era. Hasta que una de las mujeres, que tenía el pelo amarillo, se me acercó.

-Va a tener que esperar un ratito, porque los muchachos tienen que enderezar la cruz.

La había reconocido por la voz; era la mujer que me había hablado primero.

De una puerta que no podía ver, del lado de la izquierda, salió un muchacho con un martillo. Por más que la mujer me había hablado de "los muchachos", el único que había aparecido fue ese que había salido por aquella puerta. Lo miré y en seguida me fijé en la tabla horizontal de la cruz: se ladeaba un poco sobre la derecha. En ese momento me vino una sensación espantosa en el vientre. Una ambulancia o un patrullero, no sabía qué había sido, había pasado muy cerca, y el sonido de la sirena fue como presenciar la aparición de una mujer loca aullando y atravesando todo el espacio a una velocidad insoportable. Y entonces, mientras el muchacho se extendía en puntas de pie sobre la cruz, yo crucé rápidamente el medio del salón y subí a un costado de la imagen. La gente empezó a entrar y a sentarse de inmediato. ¿Qué se esperaba de mí? Bueno, lo que se esperaba de un pastor en una situación de esas. ¿Qué significaba para mí ser un pastor, de repente? Significaba no andar en la calle, y no andar en la calles en esas horas tenía que ver con estar cada vez más cerca de mi casa. Además, cuando la gente iba entrando y tomando asiento yo levantaba la vista para ver entre los que estaban en la puerta al Pastor Alberto. Estaba seguro de que apenas apareciera lo reconocería. Por si acaso, tenía vista la puerta por la que había entrado el muchacho. Quizás seguía esperando más gente, teniendo en cuenta la cantidad de sillas vacías que quedaban, cuando un silencio suave comenzó a posarse sobre el salón como una sábana cayendo sobre una cama. Por eso me quedé quieto sin decir nada; solamente le sonreía a alguien si sentía que me miraban con demasiada insitencia.

-Deme un minutito, Pastor, que ya termino -me dijo el muchacho.

Me llevé las manos a los bolsillos y entonces me acordé de que necesitaba una Biblia. Creo que me fui dando ánimos al hacerme el sorprendido y sacar una de las manos como si tuviera un bicho prendido.

-Perdonen... -dije -¡Pero saben que no sé por qué se me olvidó la Biblia!...

En ese mismo instante el muchacho había empezado a martillar sobre la cruz.

Nadie me había escuchado.

-No sé si alguien me puede prestar una Biblia... -volví a decir cuando se hizo silencio.

Algunos giraron las cabezas y se miraron entre sí.

Ahí noté algo que se me salió sin que yo lo quisiera. Muchas veces algunas personas me aseguraban que el acento seguía siendo el mismo por más que yo ya lo notara haciendo un mayor esfuerzo. Pero cuando pedí la Biblia por segunda vez, noté con una claridad sorprendente la reaparición del acento. Allí estaba, semiescondido como un animalito con ganas de exhibirse.

-Yo le presto la mía, Pastor -dijo una mujer levantándose.

Era la otra mujer que también me había hablado en la entrada. Tenía el pelo negro y estaba sentada al lado de la de pelo amarillo.

El muchacho dio varios golpes más y dejó caer un clavo. Colocó otro y terminó de enderezar la cruz.

-Tuve que poner un clavo nuevo, Pastor, porque el otro había dejado un hueco bastante grande -me dijo acercándose -Pero corrí también la tabla para un lado porque si no no podía meter el otro clavo, ¿vio?

Miré de reojo la cruz; la parte horizontal estaba más larga del lado derecho que del izquierdo.

Un segundo después el muchacho desapareció tras la puerta del costado y me quedé solo frente a aquellas personas. Pero la situación no me tomó desprevendio, porque, mientras observaba al muchacho trabajar contra la cruz, unas palabras llegaron a mi mente igual que unos pájaros que volaban bajo hasta decidirse a bajar y hacer nido. Y fue también cuando me acordé de una cosa que hacía siempre mi madre cuando se ponía a leer la Biblia, y era que la abría por cualquier parte y arrancaba a leer desde allí como si nada.

-Buenas noches a todos y sean bienvenidos a esta casa del Señor...

La mujer de pelo amarillo sacudió violentamente la cabeza como interrogando a la de pelo negro. Yo traté de concentrarme más en el acento.

-Es para mí una enorme felicidad encontrarlos a todos ustedes, hermanos, bajo este techo en el que vamos a encontrar un camino a la salvación de todos nuestros sufrimientos.

Había casi gritado al final de estas últimas palabras y observé que varios ahora se inclinaban con algo en la cara que a mí me llamaba la atención y que no sabía qué era. Abrí la Biblia al azar y leí de inmediato lo que tenía frente a mis ojos.

-"Castígalo, mas sin destruir su alma"...

Las dos mujeres cruzaron sus miradas.

-"Castígalo, mas sin destruir su alma"... Esto es lo que dice el Señor, hermanos.

Y en seguida pensé esto: "O me pongo enérgico, o me pongo enérgico".

-Y yo les estoy preguntando, hermanos, si estas palabras del Señor no nos vienen muy bien, hermanos. Porque, ¿quién me dice que es lo mismo "castigar" que "destruir"? ¿Porque acaso no vemos nosotros, hermanos, cuánto se castiga en esta sociedad destruyendo también? ¡En vez de castigar sin destruir, hermanos!... ¡Que no es lo mismo!...

Yo volcaba toda mi atención en esas caras que me estaban mirando y me daba cuenta de que me oían, de que lo que les decía era como una instrucción que no terminaba nunca de completarse. Pero más me fijaba en las caras para no tener mis ojos en la puerta de entrada.

Hago ahora un corte. Porque, si digo la verdad, tengo que decir que hasta ese momento no tenía ni idea de qué iba a hablar. Giré de pronto la cabeza a la derecha y vi de nuevo la puerta por la que se había ido el muchacho. Y antes de volver una vez más a observar al público me detuve en la cruz. Le estaba pasando algo bastante obvio. La parte derecha, que era más larga, se había inclinado con el peso. El clavo no estaba bien clavado. Ahora la tabla horizontal de la cruz estaba de nuevo torcida.

-Estoy hablando de los niños y de los jóvenes. Y sobre todo de los jóvenes. ¿Cuántas veces escuchamos la frase "Juventud, divino tesoro"? ¿Y cuántas veces la decimos y la repetimos sin decirla de verdad? porque, ¿cuánto hacemos nosotros, hermanos, por la juventud para que termine siendo el divino tesoro que queremos? Los jóvenes son los que más están sufriendo, hermanos, los que más solos están, ¡los que no se pueden encontrar con la palabra del Señor! Los jóvenes son nuestro rebaño y los estamos desperdiciando. Eso es lo que estaba pensando y lo que quería hablar esta noche con ustedes, hermanos.

Y estas fueron las palabras que cambiaron todo. Porque hasta ese momento lo único que me dominaba era el susto de que apareciera por la puerta aquel que no debía aparecer. Pero me escuché hablando del rebaño y todo eso, y vino a mí cierta emoción rarísima que se iba confirmando en las caras de todos. Para terminar de ser sincero, me acuerdo que hice una pausa y me dije a mí mismo: "¡Mierda! ¡Cómo me está gustando esto!" Esa voz en mi interior fue demasiado fuerte y me dio miedo haberla pronunciado realmente. En frente sólo encontraba rostros atentos a todo lo que yo les podía decir. Y era el principio. Si sigo haciendo memoria también recuerdo algunas cosas que dije y que se fueron haciendo tan rápidas que casi me parecía que las veía pasar. Hablaba de la cantidad de cosas que los jóvenes perseguían en la sociedad y que eran del todo inútiles para su verdadera vida, aquella vida en la que solamente había lugar para el Señor. Y cómo empezó a alegrarse e interesarse la gente cuando comencé a comparar las cosas que los jóvenes de antes teníamos y que los jóvenes de esos días no tenían. Cosas que no tenían nada que ver con la tecnología... Entonces les hablaba de que teníamos tiempo para las cosas del espíritu y el corazón, que eran las cosas que nos acercaban a Nuestro Señor Jesucristo y su Señor Padre. Pero la emoción se me cortó cuando en la puerta de entrada se recortó una figura que yo conocía de antes. Era un hombre delgado, y alto, muy alto. Llegó sin que los demás lo vieran y se sentó de inmediato en una de las sillas más próximas a la puerta. Yo estaba tratando de darle una forma final a todo lo que había estado diciendo, terminar de saludar a todos y subirme al auto a la moto de alguno y pedirle que me dejara en alguna calle cerca de mi casa. Pero el asunto se complicaba con aquel hombre sentado al fondo. Un hombre que antes había sido la figura que aparecía y desaparecía cuando yo doblaba por una esquina. Así que me había encontrado luego de todo ese tiempo. De vez en cuando lo observaba al hablar como para recordarle que lo único que él había visto también era la forma lejana de un hombre con saco, un hombre con saco que no tenía semejanza con el Padre Alberto, que por supuesto era yo. Por las dudas miré otra vez la puerta del costado y de nuevo pasé la vista por la cruz. La tabla seguía perdiendo la horizontalidad hacia la derecha. Parecía un minutero.

Tuve que volver a hacer otro gran esfuerzo para poder darle fin a mis palabras de la manera más natural y hacerle pensar a aquel hombre que yo no era como el asesino que buscaba. Pero yo encontraba que el hombre se concentraba cada vez más en mis palabras. Y ahí mismo hallé algo que quería. Y era la relación entre todo lo que había dicho sobre los jóvenes y lo que había encontrado al incio en la Biblia. Así que terminé apoyando que se castigara a los jóvenes para corregirlos y apartarlos del mal devolviéndolos al Señor. Me había costado un poco explicar cómo había que hacer para castigar sin destruir el alma, y la verdad es que me entreveré un poco. Incluso en cierto instante dije que una buena paliza de vez en cuando no podía nunca estar mal si se hacía con el amor del que tiene ganas de corregir.

-¿Cuántos de los que estamos hoy aquí reunidos, hermanos, nos enderezamos en el momento justo gracias a una paliza oportuna?

Algunas cabezas hicieron hacia arriba y hacia abajo y fueron pocas cosas más las que dije. Luego pedí una bendición, dije "Amén" y todos se levantaron y empezaron a marchar hacia mí. Al frente iban las dos mujeres que tanto me habían hablado y ayudado.

-Pastor -dijo la de pelo negro -yo quería agradecerle lo que dijo y que empezara a venir acá. Para mí es muy importante todo el tema que usted tocó porque soy madre sola con un hijo adolescente, justamente... Y...

La mujer de pelo amarillo la interrumpió.

-A mí lo que me llamó la atención, Pastor, es cómo usted con palabras sencillas y corrientes habló también de cosas muy importantes...

Las dos mujeres se me acercaron más.

Desde la parte de atrás algunos hombres me felicitaban y agradecían para luego darse vuelta hacia la salida. Otra mujer me pedía una bendición. En eso estaba cuando noté que me acariciaban la mano izquierda. Ocurrió mientras observaba cómo también se unía al grupo el hombre de figura delgada y muy alta. El tiempo no me dio para saber si la que había hecho eso había sido la mujer de pelo amarillo o la de pelo negro. El hombre muy alto terminó de acercarse mirando a los demás con mucha timidez, pero nadie lo registraba. Todos me veían a mí y querían saber algunas cosas más sobre mis ideas acerca de la juventud y cómo castigarla. Después me tocaron otra vez la mano izquierda y empecé a preocuparme, esa vez estaba seguro de que había sido la mujer de pelo negro, sobre todo porque en seguida la otra mujer se quedó con ese aire de las personas que son interrumpidas en la ocasión menos oportuna.
               
El hombre muy alto estaba ahora a un solo paso, y le pedía permiso a un par de viejas justo cuando percibí que otra vez me rozaban la mano. Si me dejaba llevar por la cara de la mujer de pelo negro, esa vez había sido la otra. La gente que a mi alrededor me seguía pidiendo consejos para hijos o sobrinos lejanos no sabía nada de lo que estaba pasando a mi izquierda, muy por debajo. Hasta que sentí que aquello ya no tenía disimulo: mi mano iba siendo acariciada una y otra vez por ambas mujeres y las caricias de a poco cedieron ante un forcejeo que empezaba a lastimarme. Las uñas de las mujeres se me clavaban sin ninguna consideración sobre el dorso de la mano. Y llegó un segundo en que no quedaba nada más que la reacción de la mujer de pelo amarillo, que se tiró sobre la otra buscándole los pelos negros.

-¡Siempre la misma puta vos!

Allí vi mi oportunidad clarísima. Pero también era una lástima, porque si no hubiera aparecido aquel hombre yo podría haber seguido hasta lograr lo que quería. Mientras todos gritaban y se sacudían de un lado para el otro tratando de separar a las mujeres y levantarlas del suelo, yo fui dando una vuelta como queriendo ayudar y pasé por entre un par de hombres hasta llegar al pasillo. Al hombre muy alto no lo vi en un primer momento; estaba ayudando a levantar a una de las mujeres.
               
En la calle me quité el saco por las dudas. Caminaba prefiriendo cualquiera de las veredas donde hubiera árboles y con la idea fija de hacer un camino lo más recto posible hasta llegar a mi casa, siempre y cuando pudiera evitar las cercanías del barrio en que había empezado todo. Hice cuatro o cinco cuadras hasta que escuché a mis espaldas el repicar de los tacos de unos zapatos.

-Espere, Pastor...

El hombre muy alto estaba allí nomás, a cuatro o cinco pasos. Era imposible, y una estupidez, escapar corriendo.

-Casi le pierdo el rastro... -agregó respirando de forma entrecortada.

Yo no dije nada. Esperaba tan sólo unos segundos a que la situación cobrara una forma más o menos clara a mi manera de ver.

Caminamos unos metros más en completo silencio hasta que el otro no se aguantó más.

-¿Para dónde va?... ¡Lo acompaño! -dijo.

-Estaba yendo para mi casa... - le respondí -Pero después de eso tan vergonzoso prefiero caminar para pensar y pedir el perdón...

-Comprendo.

Yo lo observaba de costado teniendo en cuenta cualquier movimiento que hiciera con los brazos. En cualquiera otra ocasión, cualquiera otra noche de mi vida, yo habría tomado la iniciativa y le hubiera dado una piña en el medio de la pera. Pero ya no podía. Lo único que me quedaba hacer era caminar y escucharlo.

-No sé quién es usted -dijo -Pero déjeme decirle que nunca había escuchado una cosa así.

No sé qué tipo de respuesta estuve por dar, pero el hombre no me dejó hablar.

-Lo invito a cenar a mi casa -agregó -Si puede... tampoco quiero quitarle su tiempo.

Oír la palabra "cenar" fue como haberme desarmado de todas las desconfianzas que había acumulado en toda la noche. Sin que el hombre se diera cuenta yo trataba de acelerar el paso para llegar de una buena vez por todas adonde me quería llevar.

-Como le decía recién... No sé quién es usted, pero cómo me gustó todo lo que dijo... ¿Cómo se llama?

-¡Cómo! Soy el Pastor Alberto...

-Mire... Ya está... ¡Déjese de joder que yo soy el Pastor Alberto!
Cuando escuché esas palabras quedé como entregado dulcemente a lo que pasara. Nos callamos del todo y seguimos caminando.

El Pastor Alberto tenía de todo en la heladera; se veía que le iba bien en la vida. Era un hombre solo y eso le ayudaba en algunas cosas. Uno entraba a la casa y notaba en seguida que no le faltaba nada, aunque tampoco había mucha cosa para ver. Me había servido un plato inmenso de arroz con pollo, y mientras yo comía como un animal él me hablaba y me hablaba de la vida de pastor y de los problemas que encontraba en la gente que visitaba los templos por los que había andado.

En cierto momento de la conversación me di cuenta de que el Pastor Alberto estaba esperando que yo terminara de comer para poder hablar de otra cosa. Yo no quería pasar por grosero, pero la verdad es que no lo podía escuchar del todo con el ruido que hacía la comida en mi boca. Él, sin embargo, comía a su manera, como si no le importara, y se sonreía cuando a mí se me chorreaba el vino por la barba.

Estuvimos así hasta que de repente ya no quedaba nada más para hacer. A mí me empezó a venir una incómoda sensación de alguna cosa que el Pastor Alberto pudiera querer de mí y que yo a mi vez no le pudiera dar.

-¿Sabe una cosa? -preguntó -¿Sabe por qué llegué tan tarde hoy?... Le digo... Hace tiempo que ando de templo en templo, de barrio en barrio. Y mire que he andado entre gente de todo tipo... Pero cuando a uno no lo oyen es como si estuviera pintado en la pared. Para esa gente usted no habla y punto. Es como una cosa que viene de arriba, ¿vio? ¿Me entiende?

En realidad no entendía mucho, pero sentí que lo único que podía hacer era mirar a un lugar más o menos alejado, entre el borde opuesto de la mesa y la línea en que se unían el techo y la pared.

-La verdad que me va a tener que discuplar... -le dije.

-¿Disculpar qué?... A ver... -el pastor Alberto hizo una pausa y puso todos los cubiertos dentro de su plato -Una gente fue a hablar conmigo hace unas semanas para saber si yo no podía empezar a ir a un templo que se había hecho hace poco. Usted ya se figura cuál es... Y yo pensé otra vez que era gente que no me conocía, que yo... a ver cómo se lo explico, que yo me iba a hacer entender, o que las palabras me iban a salir bien. Cuando hoy se hizo la hora, me quedé sentado en esta misma mesa. Estuve un buen rato acá sentado. Hasta que de repente sentí algo raro, una cosa que nunca había sentido. Entonces agarré mis cosas, salí de casa y empecé a caminar. Y lo que pasó es que llego y me lo encuentro a usted hablando de la juventud. Si le soy sincero le voy a decir que no entendí muy bien lo que dijo, en una de esas porque llegué tarde, ¿no?... pero la verdad que no podía creer lo que veía.

El Pastor Alberto se quedaba mirando la mesa, y yo me miraba desde el otro lado como si fuera de lo peor.

-¿Le gusta el huevo batido? -me preguntó de golpe.

No se me ocurrió nada para decirle.

-Tiene ahí en la heladera... Sírvase, sírvase si le gusta para postre... Yo me voy al baño.

Me quedé allí entonces esperando que él se fuera para abrir la heladera y calcular cuánto tendría que quedar en el recipiente con huevo batido para que el Pastor Alberto no se enojara a la vuelta.

Pero no pude llegar a comer nada. Cuando sonó el tiro, me vino tal sobresalto que terminé tirando el huevo batido por toda la mesa.

Y ahora voy a agregar esto: yo podría haber saltado por una ventana y haber empezado a correr una vez más. Pero no; fui hasta el baño y traté de abrir la puerta. El Pastor Alberto estaba ahí nomás, y yo tenía que hacer mucha fuerza para poder abrir unos centímetros y llegar a verle algunos mechones de su pelo ennegrecido y brillante.

El Pastor Alberto tenía muchos vecinos. Cuando abrí la puerta de calle estaban todos allí.

Entonces empezaron muchos problemas.

 * Agradecemos al autor la gentileza de permitirnos publicar este cuento.

               
               

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