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diciembre 27, 2012

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Por Ramiro Sanchiz * 


La casa de mis abuelos en Punta de Piedra era bastante pequeña. Teníamos la sala-comedor, la cocina, el baño, la habitación y el garaje, donde en algún momento muy anterior a mi nacimiento fueron dispuestas tres camas que servirían para las visitas y desterraron a la camioneta de mi abuelo a su lugarcito bajo unos pinos, cerca de la calle, donde era cubierta con unas lonas rojas que por alguna razón que no puedo recordar me resultaban repugnantes.
Hasta los nueve años dormí en la habitación, en una cama blanda y pequeña junto a la de mis abuelos, pero eventualmente exigí pasar las noches solo en el garaje. Mi abuelo instaló un pequeño televisor blanco y negro sobre una silla y mi abuela me instruyó en el uso correcto de las espirales contra los mosquitos; desde la cama que me habían preparado podía verse una ventana muy larga y angosta que ignoro con qué propósito había sido colocada allí, bien alta, casi tocando el techo. A través de ella, con las luces apagadas, yo podía ver las estrellas y el azul oscuro del cielo, ligeramente iluminado por la luna; en las noches de viento, además, me gustaba descansar la mirada en el movimiento de las ramas del pino más cercano a la casa, una visión que ahora, junto al perfume de las espirales y al tacto áspero de las revistas viejas, me resulta una suerte de núcleo o signo de todo lo que era aquella casita, el balneario, la playa y el verano. De hecho, me basta con convocar a mi mente el concepto de noche para que aparezca la imagen de aquella ventana, las estrellas y las ramas de los pinos moviéndose al viento –y yo sobre la cama, con los ojos fijos en el color del cielo.

Una noche me levanté de la cama, encendí la luz y empecé a investigar. En el garaje había un ropero muy grande, a un lado de la puerta doble que había servido en otras épocas para que entrara la camioneta y que ahora se limitaba a alojar a las cañas de pescar de mi abuelo, cruzadas como en una suerte de heráldica playera. En el ropero no había más que herramientas, boyas y anzuelos, así que lo examiné casi sin ganas, sólo por las dudas; sabía, además, que el verdadero punto de interés del garaje era el placard del otro extremo de la habitación, el que estaba junto a la puerta que daba a la cocina y en el que se suponía que yo no debía curiosear, así que le abrí las puertas de madera pintadas de beige y enrosqué la lamparita. Eran, creo, cuatro estantes y un espacio amplio en el que había palos de escoba, baldes y trapos de piso. Encontré también pomada para zapatos, cubiertos, un centro de mesa con dos mazos de cartas españolas, un portarretratos con una vieja foto de mi madre y mi tío parados en la entrada del terreno, quizá el mismo año en que fue construida la casa, y, en el nivel más bajo, una gran caja de cartón. Pesaba bastante pero, tratando de hacer el menor ruido posible, me las arreglé para sacarla de allí y colocarla sobre una de las camas. La abrí. Eran revistas, unas treinta o cuarenta revistas, y el descubrimiento me maravilló. En aquella casa había revistas y libros por todas partes, ante todo ediciones muy viejas de novelas de Salgari, Edgar Rice Burroughs y Julio Verne, que ya había leído. Y había revistas, también, en su mayoría ejemplares de Andanzas de Patoruzú y Locuras de Isidoro, más mi colección de historietas de Disney, que, creciente como era, me llevaba a Punta de Piedra todos los veranos. Pero lo que había en aquella caja jamás lo había visto antes: Lorenzo y Pepita, Periquita, una extraña colección de biografías de personas célebres (recuerdo que estaban Napoleón, Alejandro Magno, Einstein, Bismarck y LeCorbusier), fascículos de enciclopedias, revistas de divulgación científica y ediciones antediluvianas del Pato Donald y Goofy (extrañamente llamado “Dippy”), todo dispuesto sin orden alguno y abarcando décadas desde las viejas Lorenzo y Pepita hasta las más recientes de divulgación científica, unos ejemplares de Investigación y ciencia que, me fijé, databan de 1976. 

Supuse que esas revistas estaban guardadas allí por alguna razón, como si en algún momento mis abuelos hubiesen tomado la decisión de que yo no debía verlas. Eso, por supuesto, las hizo todavía más maravillosas a mis ojos. Tomé las que me parecieron más interesantes (la biografía de Alejandro Magno y una de las de Disney) y guardé las demás en la caja, que volví a colocar en el fondo del placard. Desenrosqué la lamparita, cerré las puertas y volví a mi cama, a leer.

En menos de una semana las había leído todas, las de historietas al menos. No había logrado abrirme camino por las Investigación y ciencia, pero sí terminado todas las demás. Tomaba siempre seis o siete por noche y, una vez leídas, antes de dormirme, las escondía debajo de la almohada de otra de las camas y aprovechaba la hora de la siesta, al día siguiente, para restituirlas. 

Mi favorita entre todas aquellas revistas era una de Disney, una especie de anuario o compilación de historias (probablemente por esa razón nunca logré dar con la publicación original, para acceder al nombre de los autores) que incluía una historia bastante extraña de Donald con los sobrinos, en la que viajaban en auto y tenían un accidente o se topaban con una extraña niebla (no recuerdo muy bien) de la que salían en otra época, la del Wild West y la Fiebre del Oro de California. Después se metían en una aventura muy complicada de la que logran escapar y, eventualmente, despertar. Todo había sido un sueño, como era de esperarse. 

Otra de aquellas historias también involucraba a Donald, pero mis recuerdos de su argumento son mínimos. Lo más importante, sin embargo, no lo he olvidado: en una de las páginas Donald estaba en un pantano y hacía un experimento con musgo y unas sustancias que extraía de unos frascos. Días después regresaba para encontrar una criatura en crecimiento, algo parecido a La cosa del pantano, pero no recuerdo si benigna o maligna. De todas formas, lo importante aquí era que la criatura había crecido a partir de un preparado de musgo mediante la acción de ciertos procedimientos y productos químicos, y que yo, quién sabe por qué, asumí que eso era posible. No podía preguntar al respecto a nadie en mi casa, por supuesto (las revistas seguían siendo un secreto), por lo que debía arreglármelas para conseguir por mi cuenta los ingredientes; también había que encontrar un pantano, lo cual no era fácil en un balneario como Punta de Piedra. Estaban los bañados del norte, pero la distancia era, me pareció, demasiado grande para ir en bicicleta; tanto al este como al oeste había amplias playas con dunas, lo cual volvía aún más imposible el tipo de vegetación que demandaba el experimento. No tenía muchas opciones: la única posibilidad que fui capaz de ver iba a requerir que me armara de valor y, en lo posible, de un asistente.


Por aquellos años yo tenía un amigo en Punta de Piedra. Se llamaba Marcos y vivía en la casa vecina, una construcción mucho más grande que la de mis abuelos. Sus padres eran gente muy adinerada, y representaron, que yo recuerde, mi primer contacto con costumbres ajenas a las de mi familia y, además, con una clase social claramente distinta. Una vez, por ejemplo, le pregunté a mi abuela por qué la comida que ellos cenaban era tan diferente a la que cenábamos nosotros; resulta, me contestó, que el padre de Marcos era judío, y que los judíos eran gente que a veces comía comida diferente. Eso, por cierto, no fue dicho para explicar la presencia de gefilte fish, blintzes, suelze o pletzalej sino de… ensalada de pepinos, jamás servida –quién sabe por qué– en mi casa. También tenían un reproductor de VHS, aparato que mis padres no comprarían sino hasta 1991, y una pequeña videoteca de una docena de películas, entre ellas La historia sin fin y Excalibur, que fueron, en cierto modo, mis primeras fascinaciones con el cine. Todavía hoy me resulta imposible no estremecerme con la escena de Arturo y sus caballeros cabalgando con la música de Orff y haciendo renacer a su paso a la naturaleza perdida en la Tierra Baldía de los mitos; a la vez, estoy seguro de que el hermoso libro que leía Bastien debió tener alguna influencia en mi deseo de convertirme en escritor (también debió influir el Gran Libro de los Gummies, pero esa es otra historia), que, en rigor, sólo eclosionaría del todo un par de años más tarde del verano en que encontré la caja de las revistas.

Con Marcos éramos inseparables; él solía despertarse bastante más temprano que yo, y a eso de las nueve ya estaba preguntándole a mi abuela si me había levantado. Como íbamos a la playa de tarde, pasábamos las mañanas y las horas después del mediodía con nuestros juegos; sus padres le habían regalado una Commodore 64, así que en las horas de mayor calor y fuerza del sol nos sentábamos a jugar con aquellos videojuegos precarios de la década del ochenta, Ghosts and goblins, Kung-Fu master, Spy Hunter, Knight Lore, Paperboy, Commando, Yie Ar Kung-Fu y Gauntlet. También teníamos nuestro “imperio”, que consistía en sentarnos frente a mapas del balneario dibujados por nosotros mismos y planear invasiones y tomas de posesión de terrenos, emitir leyes, discutir sobre las penas aplicables a quienes las infringiesen y, con el paso del tiempo, encargarnos de asuntos más fantásticos que yo iba proponiendo, infestaciones de dragones en las regiones del norte o el peligro de una invasión de orcos desde el oeste. Una tarde decidimos que debíamos anexar uno de los terrenos cercanos, un gran baldío más o menos cuidado por los vecinos de la zona para que no se convirtiese en una parcela de jungla. Allí solían jugar partidos de fútbol unos niños que nos resultaban especialmente desagradables y que por tanto considerábamos una facción enemiga. Pasamos cuatro o cinco días preparando espadas de madera y armaduras, yelmos y escudos de cartón, además de una bandera con caracteres más o menos góticos que dejaban leer el nombre del Imperio y el dragón y el águila que, decíamos, representaban “simbólicamente” a sus dos amos y señores. Así preparados marchamos hacia el baldío y clavamos la bandera entre aquellos niños. Ahora este territorio es parte de nuestro imperio, dijimos, o algo por el estilo. Ellos se rieron y siguieron jugando su partido de fútbol, pero Marcos y yo insistimos: ahora serán nuestros súbditos y deberán obedecernos, bla bla bla. Eventualmente uno de ellos nos puteó, lo cual, como teníamos planeado, hizo posible el ataque. Pero eran ocho o nueve y nosotros dos: las armaduras y los escudos no sirvieron de nada. Volví a lo de mis abuelos con un ojo en compota y un par de buenos golpes en los brazos; Marcos, creo, perdió un diente de leche y se apareció ante sus padres con una tremenda hemorragia nasal. Por supuesto que aquello sólo sirvió para hacernos entender que debíamos crear un arma secreta, una catapulta gigante o algo así, para derrotar fácilmente a los bárbaros. 

Comenzó entonces la época de nuestros proyectos. Queríamos armar maquinarias de guerra, al principio, pero luego –gracias a una enciclopedia bastante buena que le habían regalado a Marcos sus padres– pasamos a los más prácticos periscopios, walkie-talkies de piola y lata, terrarios y ya no recuerdo qué más. Teníamos un fuerte espíritu científico-práctico, por así decirlo. Entonces, cuando le conté lo de la criatura del pantano no se negó: incluso si eso implicaba internarnos en la casa abandonada.


La casa abandonada: el tiempo no ha logrado drenarle la ominosidad a esas palabras. Quisiera ahora saber un poco más de ella; hace unos años, movido por ese tipo de curiosidad, investigué un poco la historia de Punta de Piedra y descubrí que el balneario había comenzado como un pueblo de pescadores de principios del siglo XIX, apenas posterior a los primeros establecimientos en el departamento de Rocha, que datan de 1793. Tras dos incendios y una misteriosa crecida del río, Punta de Piedra (que hasta entonces se llamaba Nueva Asturias) fue reconstruida durante la Cisplatina, momento del que data la catedral, el pequeño cabildo y la aduana que luego se convertiría en mercado. Ya casi a principios del siglo XX el gobierno de Idiarte Borda vendió a los Mendizábal, una familia muy acomodada de comerciantes de origen vasco, los terrenos entre el límite del pueblo y la Coronilla, que entonces era parte de la llamada Colonia Agrícola Santa Teresa; los Mendizábal, además, compraron todos los terrenos y edificaciones no municipales de Punta de Piedra, en una maniobra un poco extraña que convirtió a los escasos habitantes en inquilinos que pagaban un alquiler simbólico. Los Mendizábal, poco interesados en la ganadería o la agricultura, erigieron la Casa Solitaria sobre la colina que marcaba el límite este del pueblo y se dedicaron a mirar el movimiento de los barquitos de los pescadores y a dejar que el sol calentase la hierba de sus vastísimos campos. Hubo que esperar hasta la década de 1960 para que esos terrenos fuesen parcelados y vendidos, y en ese momento entra mi abuelo en la historia: La casa en que pasábamos los veranos la levantó él mismo en el ahora llamado “pueblo nuevo”, que empezaba a convertirse en un balneario para la clase media y media alta que pretendía un poco más de soledad que la disponible en Atlántida o Piriápolis. Cuando empecé estas investigaciones mi abuelo ya había muerto, pero mi abuela conservaba una memoria excelente y me contó, entre otras cosas, que el primer día en que contempló aquellos terrenos salvajes llenos de pinos y de acacias, al borde de una carretera de tierra que ni siquiera tenía cunetas, el primer día en que bajó del auto de mi abuelo, plantó sus pies en la tierra y la arena de Punta de Piedra y suspiró por todo el trabajo que le esperaba, ya entonces estaba allí la casa abandonada.


La casa de mis abuelos había sido construida bastante lejos de la calle de tierra y tenía mucho menos fondo que frente. Cuando entrábamos con el auto, de hecho, recorríamos casi ochenta metros de pinos y acacias antes de detenernos ante el porche; y enfrente, cruzando la calle, había un terreno enorme que se hundía notoriamente por debajo del nivel del resto del pueblo nuevo e incluía una vasta extensión de médanos que enmarcaban o protegían las ruinas de una casona jamás terminada, paredes de ladrillo rojo coral que se levantaban sobre escalones de hormigón desde aquella depresión de arena y escondían habitaciones que yo suponía habitadas por fantasmas y criaturas de las tinieblas. 

Una sola vez, dejando de lado la incursión esencial a esta historia, me adentré en la casa abandonada. Y lo hice con mi abuelo, a los siete años; supongo que estaba intentando curarme del miedo evidente que le tenía a aquella construcción, por lo que me tomó de la mano, cruzamos la carretera, bajamos a los médanos y subimos los escalones. Yo temblaba pero, por supuesto, sabía que mi abuelo no iba jamás a dejar que algo me pasara; lamentablemente, el viejo no contó con los murciélagos. Apenas entramos a la primera de aquellas habitaciones algo agitó la oscuridad y el olor a pinocha podrida y gaviotas muertas; mi abuelo encendió una linterna y allí vi, pegado de alas abiertas a la pared, lo que podía ser tanto un murciélago como una gigantesca mariposa nocturna. La idea de que algo así podía tocar mi piel me hizo gritar, y mi abuelo me sacó de allí. En mis recuerdos corrimos por pasillos interminables hasta la luz del día, con una infestación de murciélagos a nuestras espaldas, y apenas salimos al sol nos detuvimos a recuperar el aliento, como en las películas. Claro que no fue así, pero lo cierto es que de ninguna manera se curó mi miedo a aquella casa. Por el contrario, había adquirido proporciones alucinatorias, y ahora diría que la sentía como los espacios quebrados de R’lyeh o la ciudad de los inmortales, encajada en la encrucijada de las dimensiones imperceptibles.

Es cierto, de todas formas, que en otras ocasiones me acerqué yo solo a sus paredes, pero me limité a rodearla y mirar las ventanas que asomaban desde las alturas del abortado segundo piso. En el fondo, la depresión de arena dejaba paso a una especie de marjal lleno de grandes juncos y colas-de-zorro, que se prolongaba hacia las tierras más altas del terreno vecino y terminaba por convertirse en el usual paisaje de pinos, césped, arbustos y acacias. Era, por tanto, el único lugar donde podía llevar a cabo el experimento.


Si tuviéramos una criatura de los pantanos, le dije a Marcos, podríamos usarla como arma y conquistar los reinos vecinos. 

Él asintió, maravillado.

Era un plan perfecto. Disimulé que me preocupaba un poco el detalle más débil, es decir el relacionado con los procedimientos que convertirían el musgo en una suerte de golem vegetal, y saqué la revista de mi mochila. Le mostré la viñeta clave, en la que Donald manipulaba una serie de frascos etiquetados. Marcos examinó la ilustración. Uno de los frascos dice nutrientes, concluyó. Asentí; ahora no podría decir con certeza cómo ni por qué, pero yo había llegado a la conclusión de que se trataba de caldo. Puro y simple caldo, de verduras, de carne, de gallina. Quizá en otro momento de la historia alguien le daba a Donald los ingredientes y se los explicaba, no lo sé, pero recuerdo perfectamente que el día anterior había abierto la heladera y volcado en un frasco de mayonesa que usaba para atrapar insectos una buena cantidad de un caldo de puchero preparado por mi abuela (lo cual es extraño, ¿puchero en pleno verano? ¿En el tórrido enero de Punta de Piedra?). Se lo mostré a Marcos. Tenemos que usarlo rápido, dije, antes que se eche a perder. Entonces tomé el otro ingrediente. En la historieta Donald manipulaba un mineral radiactivo, plutonio digamos, que, junto a los nutrientes, mutaba y alimentaba al musgo para engendrar aquella criatura. Yo tenía cierta idea sobre qué era la radiactividad: había hojeado libros de física de mi abuelo y, aunque no había entendido del todo de qué se trataba, tenía para mí la conclusión de que se trataba de metales que emitían radiación. Es la radiación, le expliqué a Marcos, lo que hace que todo funcione…

–¿Y de dónde sacamos radiación? –podemos imaginar que me preguntó.

Yo tenía la respuesta preparada. Mi abuelo había dedicado gran parte de su vida a reparar televisores y una vez, no hacía tanto tiempo, me había intentado explicar cómo funcionaba un tubo de rayos catódicos. Se trataba, por supuesto, de radiación. De una forma de radiación, al menos. Lamentablemente mi abuelo no tenía televisores a reparar en Punta de Piedra; sin embargo sí llevaba una caja de herramientas en la que conservaba algunas válvulas de vacío, del tipo que se usaban en los viejos televisores blanco y negro. Para mí esas pequeñas “lamparitas” eran tubos de rayos catódicos en miniatura, por lo que si desarmaba una con cuidado y tomaba el metal del filamento central (el “cátodo”, como me había explicado mi abuelo), pensaba, estaría apoderándome de una fuente de radiación.

–De acá –dije, triunfalmente, sacando una válvula de la mochila.

Faltaba el musgo, pero también tenía ese detalle resuelto. La calle (por aquel entonces todavía de tierra) estaba separada de los terrenos de nuestras casas por una cuneta o canaleta bastante profunda, que era atravesada por puentecillos de tres o cuatro metros de ancho, debajo de los cuales crecían musgos, hongos y líquenes. Yo había tomado una espátula de una de tantas cajas de herramientas, así que nos encargamos de raspar una buena cantidad de musgo para guardarlo en una bolsita de nailon. Estaba todo listo para el experimento.

Sólo teníamos que armarnos de valor, cruzar la carretera y rodear la casa abandonada.


Eran las tres de la tarde, más o menos, y hacía mucho calor; estaba nublado, además, y una calma pesadísima, dada la tormenta que auguraba, había descartado cualquier plan de ir a la playa. Los pinos me parecieron gigantes muertos y fosilizados, inmóviles. Ante uno de los charcos de aquel pantano hicimos un pozo en la arena barrosa y lo forramos de hojas de acacia, sobre las que colocamos el musgo y el cátodo. Por último volcamos una buena cantidad de caldo, que tardó en ser absorbido por la arena, y después volcamos más. Cerramos el pozo con más hojas de acacia y disimulamos la zona con juncos; para reconocer el punto exacto colocamos una piedra laja, también un poco oculta por las colas de zorro. Estaba todo dispuesto. Según la historieta había que esperar por lo menos quince días; entonces encontraríamos, enraizado y moviendo sus bracitos, al embrión de la criatura.

(Después habría que esperar que creciera, trasplantarlo y propiciar que las raíces se volvieran fuertes y se convirtiesen en patas. No teníamos la menor idea de cómo podía suceder algo así, pero ya habíamos calculado que hacia los últimos días de febrero podríamos valernos del engendro para nuestros propósitos imperiales.)


Debió ser Marcos el que propuso entrar a la casa abandonada. Ya que habíamos llegado hasta ahí, supongamos que dijo, por qué no investigar un poco más. Estábamos justo por detrás de la construcción, donde no había escalones sino una imponente masa de concreto que parecía sostener la casa. 

–Yo tengo una linterna en la mochila –dije.

Rodeamos la construcción y subimos los escalones. Nos detuvimos un instante ante la fachada desmoronada y entramos.

El olor hacía pensar que todo el océano había estado contenido dentro de la casa y muerto miles de años atrás. Capas tras capas de animales y plantas marinos descomponiéndose, desvaneciéndose con el paso de los siglos hasta dejar como único testigo de su paso por el mundo aquel olor, aquellas capas y capas de olor. El aire estaba frío y húmedo, y cada lento paso que dábamos parecía resonar con una especie de crepitar viscoso que me hacía pensar que recorríamos el interior de un cadáver gigantesco. Las paredes estaban cubiertas de manchas oscuras desde las que crecían musgos y líquenes, como los que había recogido para el experimento: no había murciélagos, al menos en esas habitaciones cercanas a la entrada. 
Nos adentramos un poco más. En las habitaciones interiores la oscuridad se espesaba y se confundía con aquel olor terrible. Entonces escuché lo que supuse el sonido del movimiento de los murciélagos, docenas de murciélagos pegados a las paredes, moviéndose unos sobre otros como si fueran insectos, y me quedé inmóvil. Apenas veía a Marcos, así que apunté la linterna hacia él: caminaba lentamente, como un sonámbulo, con los ojos demasiado abiertos. Levantó un brazo y señaló hacia adelante; sin pensarlo (y a la vez sin levantar mis pies del suelo) llevé la luz de la linterna hacia donde estaba apuntando.

Una sombra se movía, en el centro del rumor que había tomado por las alas de los murciélagos.

–Qué mier… pendejos del orto…

Marcos gritó y salió corriendo. Yo seguía inmóvil, clavado al piso, y apunté la linterna hacia la sombra. 

Era un linyera (un “pichi”, como decíamos en casa), acomodado sobre un montón de mantas raídas y arpilleras, una especie de nido (pensé de inmediato) flanqueado por grandes bolsas de nailon y de tela, llenas quién sabe de qué.

Me miró con los ojos entrecerrados a la vez que se hacía sombra sobre los ojos con las manos. 

–Ah, es verdad –dijo–, se ve que ya era tiempo…

Todavía saturado por el miedo logré dar un paso atrás, sin apartar el foco de la linterna de la cara del hombre.

–No te asustés, no te asustés... está todo bien, es como tenía que pasar. Mirá…

Manoteó una de las bolsas y hurgó en su interior hasta que sacó algo muy pequeño, que me tendió.

Le iluminé la mano. Tenía, entre el pulgar, el índice y el mayor, un soldado de plomo.

–Esto es para vos –dijo.

No me moví.

–¡Agarralo, no seas marica! ¿Qué querés que te diga, que es importante? ¡Agarralo sin miedo!

Lo obedecí. Tomé el soldado y lo guardé en el bolsillo trasero de mis bermudas.

–¿Y… por qué… es… importante?

El linyera rió y agitó las manos.

–No importa –dijo, y se levantó dificultosamente–; vení, seguime.

Caminaba despacio, agarrándose el costado y arrastrando una de sus bolsas. Moví el foco de la linterna por las paredes y las descubrí cubiertas por inscripciones que parecían hechas con tiza; ahora recuerdo (pero sin duda esta imagen ha pasado por años enteros de imaginación) las líneas de un gran diagrama de árbol con sus bifurcaciones, sus flechas, sus polígonos que englobaban nombres de ciudades y personas.

El tipo seguía hablando. Me acerqué a la habitación en la que se había detenido y lo miré bajo mejor luz. Tenía cierto parecido con mi padre, aunque un poco menos pelado y con una barba larga y canosa, llena de mugre. Eran los ojos, supongo, redondos y un poco saltones, con parpados apenas caídos. Y la nariz, quizá. Estaba hablando de lo que había tenido que caminar antes de llegar allí y nombraba ciudades y países en lo que debía ser parte del viaje de su vida, supongo. No se refirió al soldado, que seguía en mi bolsillo. Tampoco esperaba que yo le respondiera. En un momento (habían pasado supongo que veinte minutos desde que Marcos huyera) se recostó contra una de las paredes y pareció quedarse dormido. Desde la bolsa asomaba el teclado de un órgano electrónico de no más de tres octavas, quizá de juguete. Aproveché el momento para irme.


Marcos estaba esperándome en el frente de su casa; por un momento había temido que hubiese llevado a mis abuelos la historia de que un linyera nos había atacado o algo por el estilo. No le conté del soldado, pero sí de la escritura en las paredes. Al día siguiente volvimos a entrar a la casa, pero el hombre se había ido. Y las paredes estaban llenas de murciélagos.

Guardé el soldado en la caja de las revistas. Todas las noches lo miraba de cerca, una vez incluso con una lupa que tomé prestada entre las cosas de mi abuelo, y pronto me descubrí examinándolo como si fuese la clave que revelaría un secreto perdido en el tiempo, como si fuese una escultura primitiva hallada en el interior de un calamar gigante varado en la costa de Madagascar o un artefacto alienígena descubierto por accidente al manipular meteoritos hallados en la Antártida. Recuerdo haberlo dibujado cientos de veces en uno de mis cuadernos y también buscado en libros de historia alguna pista que me llevase a concluir qué clase de soldado era, en qué guerra habría combatido y de qué lado. Lo recuerdo ahora como un combatiente de la Primera Guerra Mundial, con su bayoneta al hombro y ese curioso casco del ejército alemán, pero quizá, una vez más, esté conectado más con mi imaginación que con un verdadero recuerdo –si es que existe tal cosa, por otra parte.

Ese verano no dejó de acelerar. Olvidamos por completo la criatura mutante y nos dedicamos a los videojuegos de la Commodore 64 y a tramar largas escapadas en bicicleta a los límites del balneario y más allá. Y sucedió que a fines de febrero, ya con la fecha de comienzo de clases a la vista, mis abuelos anunciaron que vendría a visitarnos el hermano de mi abuela, mi tío Hilario, y que dormiría conmigo en el garage. Serían seis días, nada más, y además después volveríamos a Montevideo los cuatro, para no regresar sino hasta semana santa. Eso significaba que ya no releería aquellas revistas. Pensé en guardar el soldado en otra parte, pero no quería correr el riesgo de que mi abuela lo encontrara y yo tuviese que explicar (así fuese mintiendo) de dónde lo había sacado, de modo que quedó en la caja, entre las revistas. Quizá asumía que ese último fin de semana podría aprovechar un descuido de los viejos para tomarlo de su escondite y esconderlo en mi mochila, de modo que pudiera tenerlo en mi cuarto en Montevideo, donde era más fácil que pasara desapercibido. Supongo que ese era efectivamente mi plan, pero no contaba con que mi tío Hilario no iba a tardar en abrir el placard, sacar la caja y literalmente gritar de alegría al encontrar las revistas. 

Porque eran suyas, dijo. La mayoría de ellas, al menos, las de biografías, las de historietas de Disney. Fefito, yo toda la vida leí historietas, me dijo, cargando de énfasis la última palabra, haciéndola ondular en el aire. Todita la vida, repitió; las historietas y las enciclopedias son lo que más me gusta. A veces las miro, nada más, les paso las páginas y las miro…

Empezó a sacar una por una y a clasificarlas sobre su cama. Yo no podía más de los nervios.

–¿Las querés leer, Fefito? Las voy a dejar acá así las podés leer cuando quieras… a vos seguro te van a encantar; yo sé que te van a encantar… Tomá, mirá esta –y me tendió la que incluía la aventura de Donald en la fiebre del oro–; esa la compré hace cuarenta años, la pucha que la tiró… ¡cuarenta años!

Entonces encontró el soldado.

–¡No puede ser! –gritó. Sostenía el juguete ante sus ojos y asentía con la cabeza– ¡Clarita! ¡Clarita, vení! ¡Mirá lo que encontré!

Mi abuela estaba en la cocina. Se asomó por la puerta del garage.

–¿Qué pasó?

–Mirá, mirá –le mostraba el soldado– ¿vos te acordás de este soldadito? ¿De este soldadito de plomo? Vos te tenés que acordar, Clarita…

–Es un soldado de plomo… ¿de dónde lo sacaste?

–Estaba acá, en la caja con las revistas… ¿no te acordás que este me lo regaló papá? Venían en una cajita de cartón, ¿no te acordás? Fue en una navidad… navidad del treinta y cinco… vos te tenés que acordar, tenías nueve años… 

Mi abuela se encogió de hombros y me miró con desenfado.

–Y no… no me acuerdo… ¡qué me voy a acordar! –dijo, y volvió a la cocina.

El tío se rió.

–No le hagas caso a tu abuela, es una pilla; se acuerda pero no quiere decir nada… escúchame, Fefito… este soldado es muy importante para mí… me lo regaló mi viejo, tu bisabuelo, cuando yo tenía… ¿cuántos años tenés vos ahora? ¿Diez? ¿Once? Bueno, yo tenía doce años… Todavía no había empezado la Guerra, la Segunda Guerra Mundial, pero ya se veía venir que algo pasaba… ese año yo estaba como loco con la guerra en Etiopía, los tanos la habían invadido, ahí estaba el hijo diuna gran siete de Mussolini… y yo tenía un mapa de África, me acuerdo… Y me gustaba el nombre del emperador de Etiopía, Haile Selassie, y mi viejo miraba los mapas conmigo y me hablaba de la Primera Guerra Mundial, y… y en navidad me regaló una caja de soldaditos de plomo. No eran como los de ahora, esas porquerías de plástico… eran otra cosa. Eran otra cosa. Eran como este.

Me tendió el soldado. Lo agarré y fingí sorpresa.

–¿Vos no armabas avioncitos? ¿De la guerra?

–No, tío, yo no…

–Es lindo armar aviones de esos. A escala.

Me encogí de hombros. Miré el soldado una última vez y se lo tendí.


Mi tío murió en 2001, pero a mediados de los años noventa había desarrollado una forma de demencia, probablemente potenciada por la muerte de su esposa, por lo que pronto se volvió evidente que no podía vivir solo. A la vez, ninguna de sus hijas se ofreció a cuidarlo, ni tampoco su hermana, jamás supe por qué, así que el pobre viejo terminó pasando de casa en casa, a merced del mínimo tiempo y espacio que pudieran dedicarle su nieto mayor, la suegra de una de sus hijas y ya no recuerdo quién más. La última de sus viviendas fue un apartamentito en el fondo de una de esas casas múltiples dividas por el sistema de propiedad horizontal; su vieja casa del barrio de Melilla, entonces, permaneció abandonada hasta mediados de 2003. 

Una tarde mi abuela me pidió que la acompañara a echar un último vistazo a aquella casa que su hermano había habitado por tanto tiempo, y entendí de inmediato que en realidad tenía otros propósitos, entre ellos, supuse, hacerse con algún objeto con el que tuviese algún vínculo especial que, conociéndola, jamás se molestaría en intentar explicar a mis padres o a mí. Debo admitir que lo primero que pensé en ese momento fue que aquella última incursión era la mejor manera de recuperar el soldado de plomo. Habían pasado quince años desde aquel verano, pero no lo había olvidado. Es más, había escrito sobre el soldado, historietas dibujadas por mí mismo, después cuentos, incluso un proyecto de novela en la que un soldado italiano de la invasión a Etiopía se perdía en el tiempo y entre realidades alternativas. En cualquier caso, sobre el de juguete mis recuerdos eran, sí, confusos, como siguen siéndolo ahora, pero sentía que había algo especial en aquel soldadito, algo que no estaba del todo desvinculado, precisamente, de mi tío Hilario y su entusiasmo por las historietas, los juguetes y los modelos a escala que empecé a armar muy poco después de que me lo aconsejara. Llevé entonces a mi abuela a la remota Melilla, y mientras ella arreglaba sus asuntos con los fantasmas de la casa yo me puse a buscar. 

Empecé por la habitación principal. Allí, recordaba, mi tío guardaba en un armario los enormes tomos de una enciclopedia de lomos verdes y grabados antiquísimos que mostraban iguanodontes mal reconstruidos, abominables hombres de las nieves y ballenas varadas en la costa, además de galaxias (universos-islas, como eran llamadas en el texto), tablas periódicas que se detenían poco más adelante del uranio y anticuados esquemas de la evolución humana que incluían nombres como Ramapithecus, Pithecantropus y Sivapithecus. Me quedé con el tomo con la ballena varada (un cachalote, en realidad, con marcas en el costado que eran signo de sus combates con calamares gigantes), y seguí buscando. Revisé las mesitas de luz, otros roperos, estanterías, cómodas y credencias; busqué en el garaje, en la cocina, en todas partes. Mi abuela jamás preguntó qué estaba buscando –ni yo le pregunté a ella–, y no dijo nada cuando vio que había apartado un tomo de la enciclopedia y algunas revistas de historietas. Tenía preparado qué decirle si me veía encontrar al soldado, pero no tuve la ocasión. No estaba. Pensé que mi tío podía habérselo llevado a alguna de las tantas casas en que pasó sus últimos años, pensé que quizá sus hijas o sus nietos ya habían elegido los recuerdos que querían conservar. Todo era posible. 

En cualquier caso, yo había llegado tarde. Mi abuela parecía más satisfecha, pero no hablamos durante el camino de retorno. La dejé en la casa en la que vivía con mis padres y seguí hasta mi apartamento. Dejé las revistas sobre una mesa y me senté a mirar la enciclopedia; mi vista, lentamente, migró hacia otra parte, hacia la vitrina en la que guardaba mis aviones a escala 1/72. Entre ellos había un par de tanques de guerra de la Segunda Guerra Mundial (un Panzer y un Sherman) y, además, un pequeño diorama, con soldados de plástico (no de plomo, de plástico) pintados por mí mismo. Pasé un rato mirándolos y recordé a mi tío, recordé su pasión por las historietas, recordé aquel soldadito de plomo y los veranos en Punta de Piedra, la criatura del pantano –cuyo desarrollo nunca comprobamos, por lo que quizá todavía está allí, enraizada al marjal de la casa abandonada y cantando los secretos del universo en el idioma de las criaturas convocadas por la magia–, el imperio que fundamos con Marcos, las idas a pescar a la encandilada, mis abuelos conversando ante la parrilla, las visitas de mis padres en la semana de carnaval, los paseos por la costanera y las tardes muy ocasionales en que íbamos a pasear a La Paloma o a Punta del Este. E imaginé todo aquello como una maqueta, de esas que los fanáticos de los trenes a escala disponen sobre grandes mesas alrededor de los caminos sinuosos de sus vías de plástico y metal; una maqueta de los veranos de mi infancia que incluía, a lo lejos, la playa y las ballenas que jamás quedaron varadas para mí. 

Después guardé el libro entre los otros.


* Agradecemos especialmente al autor por elegirnos para publicar por primera vez este cuento.

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